VOLUNTAD
Voy a poner toda mi voluntad en escribir sobre la voluntad. Parece fácil, pero no lo es tanto. Tengamos en cuenta que tengo que quererlo, debo tener una clara intención o finalidad y debo recorrer, poniendo todo el esfuerzo, para llegar del deseo al resultado, de la intención a la ejecución, hasta lograr la satisfacción. ¡En menudo charco me he metido! Deseo, finalidad, esfuerzo, ejecución, resultado, satisfacción…
Parece ser que la etimología de la palabra voluntad está en querer y desear. Del origen hasta ahora le hemos añadido ese sentido de acción, del querer que hace que se cumpla, de fuerza para llevar el deseo hasta la realidad, hasta su cumplimiento y nuestra satisfacción de logro. Se ha llevado bien con otro sustantivo: fuerza. Y la fuerza de voluntad ha estado presente en los discursos de la educación y la formación del carácter.
Ciertos extremismos de la virtud, la ideología y el dominio han cargado de mala tinta esta palabra, se la apropiaron y ahora hay que pedir permiso para usarla sin que le tilden a uno de cualquier cosa.
Esta es una razón por la que en los discursos educativos se la ha venido sustituyendo desde hace mucho tiempo por la palabra motivación. Y la jugada ha salido redonda, una jugada en tres tiempos. Primero se sustituye la voluntad por la motivación; segundo, se le encarga la motivación al profesor; tercero y en consecuencia, es este el responsable de mover (eso significa motivación) a la persona y al grupo, y se le lleva hasta la angustia del éxito y el fracaso. Todo ellos eximiendo al alumnado de su querer, de su responsabilidad de ejecución e incluso de la satisfacción del logro. Esto último, la satisfacción, se sustituye por el divertimento en el proceso. En resumen, si no hay logros, es porque el profesor no ha motivado. ¡Apáñeselas, docente!
Sigo siendo amigo de sumas. Y la motivación, necesaria y con su lugar en el discurso educativo, no tiene por qué desplazar a la voluntad. ¡Qué mal se nos dan los discursos integradores!
No es fácil deshacerse de la voluntad. El atajo ha sido inventar una nueva denominación, más amable y ajustada a los discursos dominantes. Ahora la voluntad se denomina “inteligencia ejecutiva”. No es exactamente lo mismo, tiene otro acento. Con esta denominación se la ha puesto en el mismo rango que la inteligencia cognitiva, la inteligencia social y la inteligencia emocional. Ahora intente buscar una jornada, curso o seminario sobre la inteligencia ejecutiva y verá como no está al mismo nivel que las otras.
Esta denominación ha ido acompañada de otras consecuencias: poder estudiarla en su contexto biológico y su base neuronal. La neurociencia ha abierto su campo para su estudio, y sobre todo para su desarrollo. Y por otro lado, con esta denominación, se ha permitido renovar las concepciones más clásicas de voluntad y adornarla y enriquecerla con matices y acepciones más acordes a las nuevas necesidades. Todo esto me lleva a pensar que hemos terminado en el mismo sitio, dando una vuelta por otros derroteros. La cuestión es si en el ámbito educativo tiene cabida, con un nombre o con otros, o estamos a otros asuntos.
Aquí cabría hacerse una pregunta personal. En mi ideario de persona, (de mi persona y de la persona del educando): ¿Tiene sitio la voluntad? ¿Qué sitio? Si nos descuidamos, es algo que pedimos a los demás, pero que damos por sobreentendido en nosotros mismos.
La voluntad es un músculo. No sé de quién es esta idea, pero forma parte de nuestro constructo personal y social. La voluntad forma parte de nosotros, nos define, tiene sus patas entre la inteligencia, la emotividad y la ética. No nacemos con ella hecha, es educable. Se va haciendo, como todo lo importante, a base de su ejercicio y su uso. El error y la repetición son dos instrumentos para su construcción con fortaleza. Y si no conseguimos una voluntad fuerte, siempre nos queda el consuelo de aquella pintada que decía: “Tranquilo, tu ambición no es mala porque no tienes una voluntad de la misma talla”
La función de la voluntad es dirigir nuestra vida. Por supuesto, junto con atrás facultades. Al menos dirigir nuestros deseos e intenciones hacia su logro y así construir nuestra vida. No podemos separar la voluntad de su finalidad. Nos persiguen siempre las preguntas esenciales. Y ahí está el persistente ¿para qué? Dicho de otra forma. ¿Imaginamos una voluntad sin un para qué? Es incluso difícil de pensar en un para qué que no sea consciente, sentido e integrado. Aunque, con demasiada frecuencias, nos movemos y movemos nuestra voluntad sin ser capaces de verbalizar el para qué real. Esto puede ser una voluntad que se mueve como pollo sin cabeza.
No sé hasta qué punto hay verdadera libertad sino es con el ejercicio de una sana y fuerte voluntad. Libertad y voluntad están enganchadas al querer, al deseo de lo pleno. En la medida que educamos la voluntad y la ejercemos podemos sentirnos y ser libres, es decir, ejercer la libertad.
Por todo ello me parece esencial que la voluntad esté en nuestros planteamientos educativos desde la consideración de la persona hasta el final. Debe habitar en nuestros diseños, transitar al pensar en nuestra acción educativa y someter su logro en nuestros educandos a la hora de evaluar.
Y por último, el resultado del ejercicio de la voluntad, sobre todo de la buena voluntad, es la satisfacción del logro, el resultado final. O el gusto del recorrido cuando el resultado no sea tan gustoso. En definitiva, sentirnos contentos gastando nuestras energías en lo que deseamos, en nuestros fines más valiosos. Sí, sentirnos contentos. Contento, en su significado original: lleno, con contenido, con sentido…
Y este último guiño (el de contento), en recuerdo y reconocimiento de Abilio de Gregorio, maestro de maestros. Al que seguramente este artículo le haría sonreír y cuya devolución serían un par de preguntas que nos dejarían vuelta al aire y nos haría mirar hacia un sentido más amplio, más rico, más transcendente. Gracias Abilio.