EPISODIOS NOVELADOS DE LA VIDA DEL HERMANO POLICARPO (5)
UN PARTIDO DE CANICAS EN LA ESCUELA DE VALS
Cuando sonó la campana que señalaba el final del recreo, los niños cruzaron apresuradamente el patio y fueron a colocarse en filas justo enfrente del edificio. El caos de una multitud de críos corriendo se organizó de repente en dos filas paralelas. Al llegar a la fila cada niño estiraba el brazo para asegurarse que la distancia con el anterior era la convenida.
Ya estaban todos en formación y dispuestos a entrar en las clases. Sólo dos chicos de unos diez años discutían acaloradamente al fondo, junto al muro que encerraba el patio.
–¡Eres un tramposo!
–¡Y tú, más!
–¡Te has adelantado cada vez que te ha tocado tirar!
–¡Eso es mentira. Paga lo que debes!
El rubio que parecía tener los pelos clavados uno a uno, como si se tratara de pinchos, era el que discutía con más pasión. Se trataba de Auguste Vincent, el hijo del alcalde de Vals. Los ojos negros y vivarachos contrastaban con la blancura de su piel. El otro era un muchacho delgado y larguilucho, con una melena oscura que en el acaloramiento de la discusión le cubría los ojos, por lo que se veía obligado a soplar su flequillo una y otra vez. Se llamaba Jean Martin.
–Jean, Auguste, ya ha sonado la campana –dijo el Hermano Policarpo desde la cabecera de las filas que formaban los niños perfectamente alineados.
Los dos muchachos parecieron regresar a la realidad desde el mundo de libertad y fantasía que les daba el recreo. Oyeron la voz de su maestro y al mismo tiempo miraron sorprendidos al resto de sus compañeros ya listos para volver a las clases. Salieron corriendo hacia las filas y llegaron al final de la cola con un gesto de rabia, sin mirarse, la vista en el suelo.
–¿Qué ha pasado? –preguntó el Hermano Policarpo mientras se acercaba con gesto grave.
–Jean ha hecho trampas. Siempre se adelanta a la hora de tirar –dijo el pequeño burgués sin levantar la mirada y acompañando las explicaciones con gestos tímidos de las manos.
–Eso es mentira –respondió el muchacho campesino–. A Auguste nunca le gusta perder y siempre está poniendo excusas. Me debe dos canicas.
–Bueno, bueno, vamos a dejar de discutir y tratar de encontrar una solución –dijo el maestro poniendo su mano en la barbilla como si empezara una profunda reflexión–. Ya lo tengo. Esto es un caso serio y merece que retrasemos un poco la entrada en clase.
El resto de los niños habían abandonado poco a poco las filas y ahora estaban alrededor del Hermano Policarpo y de los dos contendientes que ocupaban el centro de la escena. Cuando el maestro dijo que había que retrasar la entrada en clase, las sonrisas y los murmullos de aprobación fueron unánimes y la algarabía no se desató gracias a la mezcla de respeto y veneración que todos sentían por su profesor.
–Tengo una idea para resolver esta discusión –continuó el Hermano Policarpo mientras se le iluminaba la cara con con una sonrisa–. Volvamos a la pared del fondo y veamos quién es el verdadero ganador.
Ahora sí que no se pudo evitar un sonoro y prolongado ¡bien! por parte de los niños, que se apresuraron al campo de canicas tradicionalmente situado junto al muro. Todos se pusieron fuera de los límites de la zona de hierba pelada y los agujeros de diverso tamaño excavados en el suelo para colocar el guá. En el centro quedaron Auguste, Jean y el Hermano Policarpo.
–A ver Auguste, ¿cuántas canicas tienes?
El muchacho metió la mano en el bolsillo y sacó siete canicas que él mismo había fabricado con arcilla, cocidas en el fogón de su casa y después decoradas a mano con colores naturales.
–¿Y tú, Jean?
El niño campesino sacó cinco relucientes canicas que mostró en la palma de su mano.
–Pues bueno, mi propuesta es la siguiente. Yo también quiero jugar –dijo el Hermano Policarpo rebuscando él también en los bolsillos y sacando cuatro canicas de color dorado, como pepitas de oro.
Un ¡oh! de admiración se oyó prácticamente al unísono.
–El que arrime más a la pared, sin tocarla, se lleva todas, excepto el veinticinco por ciento que, como siempre, irá a la bolsa de los pobres –continuó el Hermano Policarpo– ¿Por cierto, Joseph, cuánto es el veinticinco por ciento de dieciséis?
–Cuatro canicas para la bolsa de los pobres –dijo un muchachito delgado, estirando la cabeza desde el fondo del grupo.
–Gracias Joseph. ¿Veis como todos necesitamos a nuestro alrededor a gente inteligente? –dijo el Hermano Policarpo mientras Joseph volvía a perderse, humilde y sonrojado en el fondo del grupo.
Comenzó lanzando Jean con una tirada bastante mediocre. La primera tentativa tanto de Auguste como del Hermano Policarpo tocó la pared con lo que las posiciones quedaron anuladas. En los siguientes turnos, los tres contendientes fueron afinando la puntería. Los niños seguían con cada vez más indisimulado entusiasmo cada uno de los intentos, de tal manera que de vez en cuando había que interrumpir la contienda para sacar a los espectadores del campo de juego.
Auguste dejó su última canica a escasos centímetros de la pared. Jean no pudo superarlo en su último intento. El Hermano Policarpo utilizó toda la parafernalia para preparar el tiro: tres flexiones de piernas, dos carreras sin moverse del sitio y varios estiramientos de brazos. Al fin escupió alternativamente en cada una de sus manos y lanzó con parsimonia.
Increíblemente la pequeña bola había quedado a escasos milímetros por delante de la de Auguste. Los niños entusiasmados prorrumpieron en vivas y aplausos. Los dos contendientes, vencidos por la bondad y por la simpatía del Hermano Policarpo también terminaron aplaudiendo.
–Bueno, si os parece –dijo el Hermano Policarpo–vamos a hacer el siguiente reparto. Cuatro canicas para cada uno de nosotros y cuatro para la bolsa de los pobres.
Los muchachos prorrumpieron en un sonoro aplauso que se fue moderando hasta que el maestro logró imponer el silencio con un gesto de las manos extendidas.
–Ahora –dijo el Hermano Policarpo–, volvamos a ponernos en filas y a prepararnos para entrar en clase. Eso sí, dándole gracias a nuestra madre la Virgen del buen rato que hemos pasado porque estoy seguro de que a ella le gusta vernos reír, quiere vernos contentos.
Los niños regresaban en silencio al aula mientras muchos pensaban la peculiar forma que tenía el Hermano Policarpo de hacerles comprender que el Dios que siempre sonríe estaba siempre en medio de ellos.