Un muchacho que tenía cinco panes de cebada
Juan 6, 3-11
Era uno de los que llaman un “niño de la calle”, profesión “ambulante”. Iba vendiendo lo que podía para poder sobrevivir. Aquel día no tenía mucho: unos paces y unos pececillos. Vi mucha gente que seguía a un hombre que, según pude enterarme, se llamaba Jesús. Entre tanta gente alguien compraría mi mercancía. En un momento determinado Jesús se puso a hablar. Empecé a escucharle al mismo tiempo con curiosidad y con escepticismo. No he ido a la escuela y no entiendo los discursos de la gente y los sermones todavía menos. Pero no sabéis lo feliz que me sentí cuando me di cuenta de que le entendía. Hablaba de Dios y de la gente, de los pájaros y del trigo, de los pobres y los niños. No sé cuánto tiempo habló pero me parecieron segundos. Comenzaba a oscurecer. Nadie se movía. Tanto mejor. Había llegado el momento de vender. El escuchar seguro que les había abierto el apetito. De pronto alguien se me acercó y me dijo que Jesús me llamaba. Me sentí importante. Cuando llegué donde Él me dijo: ¿Puedes ayudarme a dar de comer a toda esta gente?¿Me das tus panes y tus peces? No sabía lo que iba a ocurrir, pero me fíe de él. Tomó mis panes y peces, dio las gracias a alguien al que llamaba “Papá” y empezó a hacer pedazos. Luego me dijo: Vamos a repartirlos. No me preguntéis lo que pasó después, pero lo cierto es que todos comieron. y todo el mundo decía que estaban riquísimos. Que sabían a cariño. Aquél fue el acontecimiento más importante de mi vida. Aparentemente las cosas no cambiaron, he seguido siendo un “marginado” de la sociedad, pero no para Dios. Jesús me hizo comprender que Él contaba conmigo y que, por medio de mí, seguía dando esperanza a la humanidad.