Trae tu mano y métela en mi costado
Juan 20, 24-29
Me llamaban “el mellizo” porque decían que me parecía mucho a Jesús. Es posible que físicamente sí, pero desde luego no en el corazón. Era impulsivo, me decía dispuesto a dar mi vida por él (aunque luego resultó que era mentira y a la primera dificultad salí corriendo lleno de miedo) y al mismo tiempo racionalista y testarudo.
Cuando mataron a Jesús decidí cortar las relaciones con el grupo. Mi cabeza me decía que todo había terminado y que no había que hacerse ilusiones. ¿Y mi corazón? Ese estaba muy, muy en lo profundo y no osaba aparecer. A los pocos días me encontré con algún de mis antiguos compañeros y de sopetón me soltó: Hemos visto al Señor. Mi respuesta fue de puro escepticismo: Como no vea en sus manos la señal de los clavos no meta mi dedo en la señal de los clavos y meta mi mano en su costado, no creo.
Pero la curiosidad, quizás también un residuo de esperanza, me picó y a los ocho días me acerqué adonde estaban reunidos, celebrando el recuerdo del Señor. De pronto todos sentimos su presencia; sí todos, y yo de manera muy especial. Y en aquel momento yo experimente claramente que Él me invitaba a contemplar sus llagas y a meter mi mano en su costado abierto. No podéis ni imaginar lo que fue aquello; no sabía si reír y llorar. Os puedo asegurar que descubrí su Corazón y comprendí que solamente desde su Corazón y desde los corazones de tantas personas traspasadas y crucificadas podía llegar a descubrir al verdadero Dios de Jesús, al Dios que era Jesús mismo y grité con todas mis fuerzas -los otros quedaron un poco espantados-: ¡Señor mío y Dios mío!. Y de testarudo que yo era comencé a vivir desde el corazón.