Telleri II
Sentía, más que la obligación, la necesidad, junto con los demás hermanos, de hacer felices a los seminaristas que aún muy niños, muchos de ellos, se veían privados del cariño y la cercanía de sus familias. El horario que llevaban era muy exigente y las horas de clase ni se contaban, desde las nueve de la mañana hasta las ocho de la tarde, excepto los jueves y domingos por la tarde que se les acompañaba de paseo. Solíamos aprovechar los jueves, cuando el tiempo lo permitía porque de otra manera teníamos que estar en clase, para disfrutar de los hermosos lugares que rodean Rentería. El Jaizquibel lo conocíamos a la perfección por delante, camino de Guadalupe entre pinares, y por detrás, desde Lezo por el camino de los torreones que terminaba también en el Santuario de Guadalupe.
Casi siempre a pie ida y vuelta subíamos a las Peñas de Aya, san Marcos, la entrada de las cuevas de Landarbarso, el cabo Higuer, el fuerte de Choritoquieta, el mar, Pasajes de Juan (“puntas”) y la playa en alguna ocasión. Recuerdo que una vez planeamos incluso pasar la frontera y llegarnos hasta san Juan de Luz: dicho y hecho. Hasta Irún tomamos el “topo”, esta vez de ida y vuelta, y carretera adelante desde Irún, bordeando la costa, llegamos con el centenar más o menos de críos hasta san Juan de Luz en el país vecino. Se les veía muy ilusionados por haber podido pisar Francia, pero los 15 kms de ida y sobre todo los 15 de vuelta, después de comer y en un día soleado de mayo, se nos hicieron un poco pesados. Nos dimos cuenta que nos habíamos pasado un poco y no lo volvimos a repetir.
Sin embargo la excursión “estrella” era el lunes de Pascua a Igueldo; como algo extraordinario la ida y la vuelta se hacía en el “topo”. Por la mañana nos llegábamos hasta el pueblo de Igueldo donde comíamos en un descampado y por la tarde se entraba al Parque de Atracciones: el Torreón, casetas de tiro con perdigones, un pequeño lago con barcas, la montaña rusa, el río misterioso, pequeños carruajes tirados por “poneys” y las vistas magníficas de la ciudad. Ahora me pregunto qué podían hacer los seminaristas toda la tarde en el Parque de Atracciones si no era contemplar el paisaje porque aunque la “Entrada” yendo a pie era gratis en todas las demás atracciones había que pagar; ni ellos ni nosotros, los Hermanos, llevábamos una triste peseta pero los tiempos eran muy distintos y se pasaba una tarde inolvidable.
Aunque había disciplina no abundaban los castigos; a lo largo del año eran bastantes sencillos: dar unas vueltas al patio, copiar unas líneas… El castigo “ejemplar” era dejarle a alguien sin la excursión a Igueldo más que por su mala conducta por sus notas flojas que los profesores, los Hermanos”, lo interpretábamos, posiblemente confundidos, como una falta de aplicación en clase. Los castigos serios los comunicaba el Director; siempre se quedaban sin excursión, disimulando sus lágrimas, dos o tres. En los siete años que estuve en Telleri con los seminaristas pequeños recuerdo muchos nombres; algunos de ellos fueron madurando su vocación y llegaron, como es natural, a convivir conmigo en las comunidades.
Tengo en mi mente, y no lo he podido olvidar nunca, quizás como remordimiento a mi parte de culpabilidad, a algunos de los castigados por su falta de “aplicación” que hicieron sus carreras universitarias sin ningún problema, llegaron a ser excelentes profesores y ocuparon puestos de responsabilidad tanto en España como en Colombia. Ahora están tan jubilados como yo porque solamente les llevaba de nueve a diez años de edad; y algunos también me han precedido en el camino a la casa del Padre.
Cuando llegaban las navidades los seminaristas no iban a sus casas; en septiembre se despedían de sus padres y familiares hasta finales de julio. Había que intentar que esos días el ambiente del seminario fuera los más navideño y familiar posible. Además de los villancicos y las Misas cantadas, preparaba con la ayuda de algún otro hermano un hermoso Belén y algún año nos atrevimos con dos: uno más pequeño en la Capilla, y otro, fuera, más espectacular, ocupando una habitación entera. Con los años que han pasado siento satisfacción por haberlo hecho pero reconozco que ahora no sería capaz. Solíamos comenzar a principios de diciembre, hacíamos el plan en una cuartilla, elegíamos una habitación y, sin dejar las demás obligaciones, pasábamos horas y horas hasta bien entrada la noche.
Creo que nos quedaba bien con sus luces de colores, su “portal” naturalmente, su río, el castillo de Herodes, su lago de agua natural, sus montes algunos verdes y otros nevados, sus amaneceres y anocheceres, sus cuevas cuya profundidad se conseguía con juegos de espejos. Creo que los que vivieron por allí aquellos años no lo olvidarán. Como tampoco el día que se iba a San Sebastián a visitar los belenes que ponían en las iglesias y en los escaparates de las tiendas; terminaba con una estupenda merienda que nos preparaban en el Colegio de Sánchez Toca.
En noviembre del 1962 saqué el carnet de conducir; recibí las clases en los descampados donde ahora se ubica el campo de Anoeta y otras edificaciones; las clases no fueron numerosas, creo que no llegaron a diez. El examen teórico lo pasé tan bien que ni me presenté; simplemente el examinador me preguntó si me sabía las señales de tráfico, naturalmente le dije que sí y me contestó que como un “fraile” (iba con sotana) no podía mentir pasamos directamente al examen práctico. Tengo que reconocer que, por lo que a mí respecta, aunque pasé el examen sin problemas, me dejaron bastante “verde” para poder manejarme por las calles y las carreteras. La experiencia la fui consiguiendo después.
Con el carnet en la mano, una furgoneta Citroen 2CV muy típica de entonces y que han dado mucho juego, pude dedicarme, en mis ratos libres por supuesto, a hacer de proveedor del Seminario e incluso de los Colegios de la Alameda y de Sánchez Toca. Habíamos comentado a menudo la posibilidad de acudir a los mercados centrales como hacían en los internados de Vitoria, de Zaragoza para no depender de los proveedores habituales que, natural y legítimamente, conseguían sus ganancias a nuestra costa. Más de cien bocas era un “cliente” muy apetecible. Primeramente con un hermano que me acompañaba me lancé a comprar el pescado en Pasajes; la lonja se abría a las seis de la mañana y allí estábamos en la cola esperando el sonido de la sirena. Hacíamos la compra del día y llegábamos puntuales para la oración de la mañana y la meditación que si no recuerdo mal eran a las 6’30.
Una vez a la semana iba a primera hora de la tarde al Mercado de frutas y verduras que estaba junto al campo de fútbol de Atocha ahora desaparecido. También encontré unos grandes frigoríficos, más bien congeladores, de los que sacaba a buen precio especialmente aves y pescados congelados. Había llegado a un acuerdo con el Director de Sánchez Toca y de la Alameda para llevarles los productos que me parecía les podían servir a sus comunidades. Se los llevaba antes de empezar las clases; no era mucha cantidad porque no había demasiados Hermanos en comunidad; prácticamente me entendía en ambos casos con la cocinera que les atendía. Me ofrecí también para llevarles fruta y pescado al Colegio de Mundaiz pero no “cuajaron” las negociaciones. Hubiera sido un poco más complicado porque al haber mediopensionistas las “bocas” eran numerosas.
Creo que la economía, que nunca estuvo boyante en el Seminario, y la comida, mejoraron notablemente. Recuerdo que al principio le pedía dinero al Director que alguna vez me acompañaba en las compras. Luego, con lo que suministraba y cobraba mensualmente en los dos Colegios, me las arreglaba sin tener que pedir nada al Director.
A fines de agosto de 1964 comencé mis “andaduras” por la Granja de San Ildefonso y no sé si algún hermano siguió haciendo de proveedor del seminario y de las comunidades de Sánchez Toca y la Alameda.