SUPERIOR GENERAL
–Yo no puedo ser superior general –dijo el Hermano Policarpo incorporándose en su asiento en la sala capitular de Paradis–. No puedo.
–¿Por qué? –preguntó el Hermano Javier con tono de apresurada inquietud–. Todos los presentes le hemos votado por unanimidad. Sólo usted ha votado al Hermano Alphonse. Los cincuenta y nueve Hermanos de nuestra exigua congregación quieren al Hermano Policarpo por superior. ¿Qué más quiere?
–Explíquese, Hermano Policarpo –intervino apresuradamente el Hermano Alphonse, algo molesto por haber sido puesto en escena por el Hermano Javier–. Los momentos que atraviesa nuestra congregación no permiten que nos andemos con achaques de humildad.
–No es eso Hermano Alphonse. Usted sabe que daría mi vida por salvar la obra de nuestro querido Padre Andrés Coindre. Por eso no puedo aceptar el cargo. Entre los presentes en esta sala hay personas que están mucho más capacitadas que yo para esta gran tarea que tenemos por delante.
Los capitulares se miraron cómo queriendo descubrir quiénes eran los que a juicio del Hermano Policarpo podían salvar la congregación que estaba a punto de desparecer.
Era septiembre. Los colores del otoño comenzaban a dibujar los jardines de Paradis. Los álamos junto al río parecían los lienzos pastel de un cuadro impresionista, llenos de agua, dorados y ocres. Una ligera neblina se extendía a ras de suelo, anunciando un hermoso día en cuanto el sol impusiera su dominio.
El capítulo había comenzado el día anterior. Habían leído la carta de renuncia del Padre Francisco Vicente, que al fin había aceptado separar su destino del de los Hermanos, única manera de disponer de algo de dinero en la caja y de cierta esperanza de futuro. Hoy se votaba al nuevo superior general, que necesariamente tenía que ser un Hermano, si los capitulares no querían ser los monaguilllos de otro sacerdote que estaba al acecho, en este caso el Padre Arnaudon, capellán de Paradis.
El Hermano Javier se levantó de su asiento y se acercó unos pasos al Hermano Policarpo.
–¿Quiere usted decirnos, Hermano, que su única objeción para no ser superior es que piensa que hay otros Hermanos en esta sala que son más adecuados para el cargo?
–Así es –respondió el Hermano Policarpo sin levantar la vista.
–Bueno, pues vamos a preguntar –continuó el Hermano Javier hablando con viveza– Hermano Alphonse, ¿piensa usted que hay alguien más apropiado para el cargo que el Hermano Policarpo?
–No –respondió el Hermano Alphonse.
–Hermano Benoît –continuó el Hermano Javier–, ¿cree usted que, entre los presentes, alguien puede asumir mejor esta responsabilidad?
–No –respondió el Hermano Benoît.
Así fue preguntando sucesivamente. A medida que cada uno de los Hermanos respondía se ponía de pie junto al Hermano Javier. Al final todos quedaron formando un círculo alrededor del Hermano Policarpo. Estaban en silencio, mirando al suelo en actitud de respeto y obediencia al nuevo superior. Durante unos segundos el silencio fue difícil de soportar, pero nadie se atrevió a quebrantarlo. Al fin, el Hermano Policarpo levantó la vista con humildad y mirando a sus Hermanos les dijo:
-Hay algo más que tengo que pedirles.
Una interrogación enorme se dibujó en el semblante de todos.
–Solo aceptaré si todos los presentes, uno a uno, me prometen que serán buenos religiosos.
Los Hermanos se pusieron en fila para arrodillarse y besar las manos del nuevo superior que iba a ser el padre más amable y bondadoso con el que nunca habían soñado. Desde entonces, como signo fundacional, los Hermanos del Sagrado Corazón valoran su vida religiosa por encima de todas las cosas, incluso cuando la congregación atraviesa grandes dificultades o se muestra agobiada por las vicisitudes que puedan atravesar las obras apostólicas.