Sigue la vida
Cuando me invitaron a aparecer mensualmente en este espacio escribiendo sobre la espiritualidad, el apostolado, el aspecto comunitario del Hermano del Sagrado Corazón planeé tomar el tema de una manera general, más o menos utópica, ejemplarizante, por supuesto positiva y contagiando ánimos pero pensé también en tomar una vida en particular, real, cierta, mi vida, no pensando por supuesto que es ejemplar ni modélica pero es mi vida.
A pesar de ser bastante larga me temo que no voy a tener tema para varios meses porque la considero tan normal que pasan los días, los meses y los años sin nada reseñable: vivo mi vida con la ilusión de cumplir lo que Dios me va señalando y de ser útil a los demás.
Desde que cumplí los siete años conocía bastante bien la vida de los Hermanos. No solamente porque asistía al Colegio como alumno sino que a partir de esa edad comía en el Colegio todos los días de la semana, incluidos los domingos y fiestas; también en las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano; casi me pasaba media en el Colegio.
Estaba terminando el curso 43-44 mientras yo cursaba Párvulos, así se llamaba la clase de los más pequeños, cuando en junio murió mi padre. Mi madre se quedó viuda con tres niños de once años, de nueve y de seis (era yo); tuvo que ponerse a trabajar en Telefónica donde había pedido excedencia cuando se casó; todas las horas de trabajo eran pocas y había que atender los teléfonos y las comunicaciones pinchando unas clavijas conectando así unos teléfonos con otros; debía estar en su puesto de telefonista cuando le tocaba el turno, ya fuera domingo, navidad o los meses de verano que era cuando más trabajo había; el turismo, incluido el Jefe de Estado, empezaba a encariñarse con San Sebastián y las comunicaciones telefónicas aumentaban
Con este panorama, y pensando mi madre que habría muchas ocasiones que no podría encargarse de preparar la comida de sus hijos, hablaría con el Director para que nos admitieran a mi hermano y a mí a comer todos los días del año. Y así estuve hasta mi entrada en Rentería (donde seguí consumiendo la comida corazonista hasta el día de hoy). Por eso mi presencia en el Colegio era habitual y prácticamente tenía abiertas todas las puertas; por entonces las clases no solían estar cerradas nunca.
Pasaba ratos con el Hermano que estaba en Secretaría, le ayudaba al Hermano en Administración abriendo los sobres de las mensualidades –entonces se pagaba la mensualidad en un sobre en mano-, contaba las monedas y clasificaba los billetes que solían ser de una y de cinco pesetas; el billete siguiente era de 25 pesetas y cuando aparecía alguno se guardaba en un “cofre”. Ayudaba a algún profesor a corregir los cuadernos, las multiplicaciones, divisiones, dictados. Pasaba ratos con el señor “portero”, así se le llamaba entonces, acompañándole en la Portería aunque fueran vacaciones de verano.
Conocía y quería a los Hermanos y los Hermanos me conocían, confiaban en mí, (había quien me mandaba a comprar tabaco, no sabía ni me preocupaba si estaba prohibido o no; la guerra civil había terminado no hacía mucho y sabía que algunos Hermanos habían sido soldados; llevaba cartas a correos …) y me querían sin más efusiones. Exceptuando las habitaciones de los Hermanos no había misterios para mí en el Colegio de Sánchez Toca incluida la Sala de Comunidad y la Capilla por supuesto. Nunca recuerdo que dieran un mal ejemplo a pesar de que estaba muy “metido” en sus vidas.
Nos llamó mucho la atención cuando un Hermano dejó la Comunidad (entonces decíamos “el Colegio”), se casó y abrió una sastrería precisamente en una calle por donde pasábamos todos los días para ir al recreo que lo tomábamos en los descampados que se convertirían en el Amara actual. El profesor que nos acompañaba le solía saludar, algo que nos parecía bien; y nosotros, con nuestros 8/9 años cuando se nos ocurría, a la salida del Colegio, íbamos a abrir la puerta de la sastrería, él solía estar trabajando en la trastienda, para molestarle; esa era nuestra intención aunque no teníamos ningún motivo ni nos había tenido en clase, exceptuando que en nuestras mentes considerábamos aquella salida como una “traición”; nos escapábamos corriendo antes que saliera y nos conociera.
Así transcurría mi infancia pasando más tiempo en el Colegio, entre los Hermanos, que en mi casa. Me dolió mucho, se me quedó muy clavado en mi alma de niño, cuando un día faltaron algunos libros en una clase de alumnos mayores que preparaban durante muchas horas el Examen de Estado, examen que se hacía en Valladolid para revalidar los siete años de bachiller. Me acusaron, sin más motivo que como pasaba mucho tiempo en el Colegio, tenía que haber sido yo. Me costó muchas lágrimas demostrar mi inocencia; al fin había sido una broma entre ellos mismos que habían estado enredando en sus pupitres y habían cambiado de sitio los libros. Aunque nadie se disculpó conmigo, y también me dolió, saqué una conclusión para mi futuro: “cuando te equivoques debes pedir disculpas para curar de alguna manera el daño grande o pequeño que hayas hecho”.
De aquellos años felices guardo también otra lección. Cursaba el segundo de Bachiller, con 11 años, y teníamos un profesor que no acertaba demasiado ni a dirigir la clase ni a mantener el orden; en sus horas hacíamos cualquier cosa menos estar formales como estábamos con otros profesores; hablábamos, jugábamos…; recuerdo que yo tenía una regla hexagonal de aluminio que me la había regalado un tío de Francia; esas reglas no existían en España y era la admiración de mis compañeros; ese día me dediqué a hacerla rodar por encima del pupitre que entonces eran inclinados; al ser la regla metálica y no de madera, como eran entonces todas las reglas, metía un ruido muy característico; pasábamos felices nuestra clase, que creo era de Latín, haciendo lo que nos venía en gana.
No sabíamos que la habitación del Director estaba encima de nuestra clase y ese día se debió hartar, entró en clase, vio el panorama y como es natural nos dejó castigados a todos al acabar la clase de la tarde. Al cabo de un rato pensó que entre todos los castigados habría algún justo y preguntó quién había tenido esa semana un 10 en conducta; casualmente era yo el único esa semana (teníamos notas semanales por aquel entonces) y me dejó marchar a casa ante el asombro de todos mis compañeros pero no dijeron nada.
Al día siguiente noté que faltaba mi regla “francesa”; me contaron mis compañeros que antes de terminar el castigo y dejar a todos libres, quizás para continuar un rato más con el culpable, preguntó quién era el que metía ruido con algo metálico y allí apareció mi regla; el propietario, y el causante del ruido había salido perdonado como alumno “ejemplar” por su buena conducta. El Director se guardó la regla, a mí no se ocurrió ir a pedírsela, procuré que pasara el tiempo y se olvidara todo; como es natural nos trajeron otro profesor que nos mantenía a raya. Saqué una conclusión: no se deben dar castigos generales, es más fácil equivocarte, cometer una injusticia, con un castigo general que con tacto y paciencia, sin el enfado del primer momento, tratar de encontrar los culpables aunque se deje pasar algún tiempo.
Y en este ambiente de familiaridad con los Hermanos llegó mi entrada en Rentería el 2 de julio de 1949.
H. Luis María García