Si no se nace de nuevo, no se accede al reino
Juan 3, 1-8
Yo, que aparentaba que era el hombre más seguro del mundo, en mi corazón tenía muchas incertidumbres, que no quería reconocer ni ante los demás y ni siquiera ante mí mismo. Un día, mejor una noche, fui donde Jesús.
Comencé de manera muy educada dándole el título de Maestro y de enviado de Dios. Cuál no fue mi sorpresa cuando, en vez de devolverme el cumplido, me dijo de sopetón que lo que tenía que hacer era nacer de nuevo. Mis buenos propósitos con los que fui a verle se derrumbaron y le quise demostrar que yo también era un maestro, y de rango superior. Las buenas maneras se vinieron abajo y utilicé los dardos de la ironía. Él, como quien no se enteraba, siguió hablándome del nuevo nacimiento, de que me dejara llevar por el viento del Espíritu, que no se sabe ni de dónde viene exactamente, ni se sabe a dónde te quiere llevar.
Me marché bastante enfadado, el encuentro había sido un fracaso. Pero sus palabras seguían resonando en mi corazón y, poco a poco, fui comprendiendo, que Jesús me había mostrado un nuevo camino en mi vida. Me había invitado a renunciar a esas falsas seguridades que me habían acompañado toda la vida; a ser yo mismo sin falsos temores y respetos humanos. Aquel encuentro, eso sí pasado un tiempo para digerirlo, cambió mi visión de Dios y me cambió a mí mismo. Mejor dicho me hizo encontrarme con ese “Nicodemo” que siempre había estado dentro de mí y que había intentado ocultar. Quién me iba a decir que poco tiempo después tendría el valor de defender a Jesús, a cara descubierta, delante de todo el Sanedrín o que iría sin complejos con una carretilla de perfumes a la tumba de Jesús, como signo de la nueva Vida, esa vida que él me había ayudado a descubrir.