Pedro, el profesor (Hechos de los Apóstoles 3,1-9a)
Llevo 25 años en esto de la educación, 25 años que me parecen 50 ó 100. Al principio empecé con mucha fuerza y muchas ilusiones. Llegué a tener fama de buen profesor, pero al mismo tiempo, muy exigente. Los resultados en los exámenes eran óptimos. Todo el mundo me admiraba y me temía. Habían pasado 25 años y estaba vacío. De aquellos mis primeros impulsos nada quedaba. Iba a clase, pero me sentía un autómata. Por otra parte, los alumnos me parecían cada vez más indolentes, menos motivados. Los veía como paralizados.
Un día, al pasar delante de la capilla, sentí como una llamada interior y entré. Hacía tiempo que la oración ya no me decía nada y prácticamente la había abandonado. En el banco había un Nuevo Testamento. Lo abrí y me encontré con el capítulo 3º de los Hechos de los Apóstoles, y sentí que el texto se refería a mí, que el Pedro de los Hechos era yo. Y había unas palabras que penetraron en lo profundo del corazón: «clavaron sus ojos en él» , «míranos»…
Cuando entré en clase, lo primero que hice fue mirar a los alumnos. Posiblemente era la primera vez durante el año, la primera vez en muchos años. Estaba tan preocupado por los programas, por los resultados finales, que me había olvidado que estaba delante de unas personas. Y detrás de sus miradas vi como una luz, como una fuerza oculta, muy escondida, es verdad, pero que estaba allí. Y fue como si esa mirada me curara. Sin palabras, les dije a mis alumnos: ««No tengo grandes cosas que ofreceros; pero lo que tengo, eso os doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echad a andar». Y comencé mi clase… Y fue como recobrar un poco el entusiasmo del primer día, ahora hace 25 años. Y me di cuenta que los alumnos me miraban sorprendidos.