Pablo, alumno incorregible
Gálatas 5,1.13-15
Era mi tercer colegio. No me soportaban en ningún centro y yo tampoco los soportaba. Formo parte de una familia acomodada. Mis padres tienen mucho dinero y poco tiempo para estar conmigo. Me conceden muchos caprichos y muy poco cariño.
Mientras fui pequeño, la cosa marchaba bien que mal; pero con la adolescencia comenzaron los problemas: avisos a los padres, castigos y finalmente la expulsión.
Mis padres, para tranquilizar su conciencia me enviaron a un internado que se caracterizaba por su alto nivel y por su disciplina férrea. Pero yo allí me ahogaba. Una palabra estaba siempre presente en mi espíritu y en mis labios: libertad. Y esa palabra se traducía en rebelión, intento de saltarme las normas, absoluta despreocupación por los estudios. Mis educadores intentaron «ayudarme» unas veces con buenas palabras, otras con «sermoncitos», finalmente con el castigo. Me hacían sufrir, pero yo también sabía responderles con la misma moneda. Mi ansia de libertad, y al mismo tiempo de evasión, me condujeron a la droga. La cosa se descubrió y de nuevo fui expulsado.
Después de mucho buscar, debido a mis antecedentes, fui a un nuevo colegio. En un principio me pareció igual que todos y , como de costumbre, mi conducta y mis resultados no eran buenos. Una cosa que me sorprendió y casi me molestó es que no me echaran la bronca…, ¡estaba tan acostumbrado! Un día el encargado de clase me llamó. ¿La cosa comenzaba de nuevo? Fui dispuesto a la lucha. Pero, ¡oh sorpresa!, ningún reproche. Ninguna reprimenda, ningún intento de hurgar en mi vida, ningún «buen consejo». Simplemente preguntar cómo me sentía, qué pensaba del curso y de los profesores y un «hasta la próxima».
Unos días más tarde fui yo el que me acerqué y le abrí mi corazón, mi soledad, mis rebeldías, mis impotencias, mi ansia de libertad y de autenticidad. Por primera vez en mi vida me sentí escuchado y respetado. No me dio ni soluciones ni consejos, pero sentí que estaba conmigo y que podía contar con él.
Un mes más tarde me llamó y me dijo que se estaba formando un grupo de alumnos para ayudar en una escuela en un suburbio de la ciudad que contaba con una gran presencia de niños emigrantes. Se trataba de acompañarlos, darles apoyo escolar, animar el tiempo libre. Me quedé completamente sorprendido. A mí, el «fracasado», me invitaban a ayudar a otros fracasados, golpeados por la vida. Pero, ¿por qué no?
Eso me ha obligado a estudiar un poco más para poder ayudar en la formación de los niños. Y poco a poco, casi sin darme cuenta, me he ido sintiendo libre y creo que he llegado a comprender que la libertad nace de la caridad.