Nueva encrucijada
En mi segundo año de estancia en Guernica me sentía más centrado, más seguro; además llegó un Hermano más joven y le traspasé las atribuciones propias del “joven”: pasear los domingos con el Director, izar y arriar la bandera, mantener el orden y la limpieza en la sala de comunidad…; así era la tradición y las costumbres y el “joven” lo aceptaba con naturalidad.
Seguí con los mismos alumnos del curso anterior ya que pasé con ellos al curso superior; me llegué a entender muy bien, creo que ellos también se entendían conmigo, sin grandes esfuerzos mantenía el orden, la disciplina y avanzaban en sus conocimientos aunque en cierto momento y como anécdota tuve una cura de humildad. Cada año normalmente recibíamos la visita del sr. Inspector y al azar elegía algún alumno para hacerle algunas preguntas del tema que le parecía; sin conocerlo eligió al mejor alumno de la clase y le preguntó los mandamientos de la ley de Dios que en aquella época los recitábamos todos los días en la oración de la mañana y “trágame tierra” no supo decir ni uno. El crío sufrió más que yo y después tuve que consolarle.
Debía poner mucho énfasis y mucha ilusión apostólica juvenil cuando explicaba mis clases de Religión porque un buen día me vino un alumno que no tenía ningún problema de conducta ni de aprendizaje ni familiar y me soltó de improviso que desde ese momento ya no iba a estudiar más; no me dio tiempo a reaccionar y siguió explicando: “en el cielo ya no se estudia ¿verdad?”, en el cielo no hay asignaturas, ni exámenes, ¿verdad?, y todos saben de todo, ¿verdad?; es que yo quiero ir al cielo cuanto antes y por eso no voy a estudiar más”. No sé qué habrá sido del este chaval pero seguro que no se fue al cielo tan pronto como quería y le convencí como pude que tenía que seguir estudiando.
Y así fue pasando el curso. En los ratos libres iba preparando las asignaturas de 3º de magisterio; pasé sin problema los exámenes en la Escuela Normal de Vitoria donde había trasladado mi expediente, me quedaba solamente el examen final, una especie de reválida antes de conseguir el título de Maestro en la que ante un Tribunal debías explicar delante de unos alumnos un tema que habías elegido. No recuerdo muy bien por qué pero me presenté en septiembre para este examen final. Por cierto que coincidió con el examen en Zaragoza del Preu de Letras y el Tribunal tuvo la deferencia de cambiarme la fecha.
En las vacaciones del verano, a principios del mes de julio, nos convocaban para los Ejercicios espirituales a todos los Hermanos de la Provincia en Vitoria aprovechando las instalaciones del internado. Al acabar el Hno. Provincial daba públicamente las “obediencias” para el curso siguiente; si tocaba cambio no tenías opción de “despedirte” y se iba directamente al nuevo destino con las pocas pertenencias que se tenían entonces. Me tocó cambio y me destinaron al seminario de Rentería.
Las Casas de Formación no eran lugares muy apetecidos por los Hermanos por lo que suponía de exigencia y sujeción; había que entregarse a los seminaristas las veinticuatro horas del día; no había sábados ni domingos ni fiestas, ni navidades (por entonces no iban a sus casas por Navidad) ni semana santa y en verano iban a sus casas un mes más o menos. Acepté con “elegancia” religiosa esta nueva “encrucijada” que a buen seguro, y a pesar de estar muy feliz en Guernica, creí con certeza que Dios ponía en mi camino y Él sabría por qué. Seguía teniendo la idea equivocada que era yo quien elegía al Señor de mi vida.
Era el verano de 1957. Antes de incorporarme a Rentería me mandaron ir a Alsasua para preparar el examen del Preu de Letras. El examen consistía en una traducción de Latín y otra de Griego; al tener aprobado el Preu de Ciencias las demás pruebas comunes estaban convalidadas; en latín me defendía bien, para algo lo había estudiado desde primero de Bachiller con 11 años, y en griego aunque se me hacía más complicado con la ayuda del diccionario iban saliendo las frases relativamente correctas. En el examen en la Universidad de Zaragoza no hubo sorpresas: la traducción latina me salió casi perfecta y en griego me defendí, como pude comprobar cuando terminé el examen.
Me esperaban mis alumnos del seminario de Rentería de 1º de bachiller; entraban nuevos de diferentes pueblos, no se conocían de nada y me di cuenta que los métodos para hacerme con ellos eran muy distintos a los que había empleado con mis alumnos de Guernica. Tenía que estar pendiente de ellos, en la clase por supuesto pero también en los recreos, en la Capilla, en el paseo, en el dormitorio, en el comedor, en el “empleo” (esto era nuevo también para ellos: por turnos tenían que encargarse de limpiar el comedor, de barrer las clases y toda la casa, limpiar los aseos, pelar patatas; no había más servicio de fuera que una señora que lavaba la ropa y otra que se encargaba de la cocina).
Tuve que echar mano de mis recuerdos cuando de pequeño entré yo también en el seminario y de la experiencia de los otros Hermanos, más o menos de mi edad, que me recibieron muy bien y me explicaron un tipo de vida que casi se me había olvidado en mis dos años de vida apostólica en Guernica con mucha mayor libertad. Lo más importante era darles el cariño de sus padres y de su familia que habían dejado y que no volverían a verla hasta bien entrado el mes de julio del año siguiente. Pensaba muy a menudo que Dios, a través de la obediencia, me había colocado ahí y dándome cuenta de la enorme diferencia entre la vida en un Colegio y en un seminario lo acepté, si no con alegría sí al menos decidido a dar lo mejor de mi persona.
Ya casi no me acordaba de mi examen de Preu de Letras, porque bastante tenía con seguir el día a día en mi nueva “obediencia”, cuando me llegó una papeleta con la nota; era un papeleta pequeña y la recibí de una manera un poco extraña; no me la mandaron por correo sino a través de un hermano del Colegio de San Sebastián que se la dio a un hermano de Rentería y por fin me la entregaron; con letra pequeña (todavía guardo la papeleta) ponía simplemente “no apto”; el “no” parecía un añadido pero no le di más importancia. No me lo esperaba y me dolió sobre todo porque mi “no apto” se debió andar paseando de colegio en colegio desde Zaragoza hasta que me llegó; traté de disimular lo mejor posible diciendo que no me importaba mucho porque ya tenía el Preu de Ciencias y cuando empezara a estudiar una carrera de Ciencias no necesitaba para nada el Preu de Letras.
En este punto me confundí, porque cuando me matriculé en Ciencias el año 68 en la Universidad de Salamanca necesité el Preu de Letras que, según las noticias que en su día me comunicaron, lo había suspendido; la explicación ya llegará más adelante.