NOS QUEDAMOS SIN ESCUELA Y SIN HERMANO
–Me importa un pimiento como se llame usted. Si no abandona esta escuela inmediatamente, llamo a los guardias y le meto en el calabozo.
El que hablaba de esta manera era el alcalde de Murat. Se llamaba Jean Baptiste Rhodes. Era un hombre alto y delgado, aunque tenía una barriga prominente, algo maternal y femenina.
–Mire usted, señor alcalde. Yo no quiero causar ningún problema. Nuestro superior, el Hermano Policarpo, me ha enviado para hacerme cargo de la escuela mientras el director va a hacer los ejercicios espirituales –dijo el pobre Hermano Jérôme, que había hecho más de 20 kilómetros a pie para cumplir el encargo del Hermano Policarpo.
–El Hermano Director no va a ir a ningún sitio. He hablado con él. Todo esto de los ejercicios es una excusa para llevárselo de esta escuela y someterlo a los caprichos de ustedes –gritó todavía más el alcalde, al que se le notaba crecido por la situación y por los dos tragos de aguardiente que se había tomado en el breve trayecto entre el ayuntamiento y la escuela.
Hablaban en el pequeño recibidor del colegio, un espacio rectangular que daba a un pasillo donde estaban, una frente a otra, las clases de los pequeños. En el piso de arriba se situaban las dos clases de los mayores. A pesar de que en la escuela había más de 200 niños, en aquel momento solo se oían los gritos del alcalde. Detrás del alcalde, refugiado y sin abrir la boca, estaba el director, el Hermano Félix. Frente a ellos, como separados por una trinchera invisible, aparecían el Hermano Jérôme y el párroco de Murat, que había acudido a la escuela alertado por los vecinos sobresaltados por la discusión que se oía en toda la plaza frente a la escuela.
Un par de horas antes, el director de la escuela, el Hermano Félix, se ha había presentado en el ayuntamiento. Le había contado al alcalde que, por fin, los prejuicios de los que tanto habían hablado se estaban cumpliendo. El Superior General, el Hermano Policarpo, había enviado un sustituto para hacerse cargo de la dirección de la escuela. Acababa de llegar. Era un tal Jérôme. Lo conocía de haberlo tratado en Paradis. Era la alfombra de los superiores y por eso estaba ascendiendo dentro de la congregación. “Con Jérôme en la dirección del colegio se acababa el proyecto de libertades republicanas que queremos para nuestro pueblo” decía el Hermano Félix compungido.
El alcalde se aprovechaba de la juventud y de la impostada pedantería del Hermano Félix. No le gustaba la escuela de curas que había en su pueblo. Tampoco le gustaban los curas. Soñaba con una escuela republicana, sin olor a incienso. Para ello el Hermano Félix era el instrumento ideal. El alcalde le había prometido que sería el director a perpetuidad y que le enviaría unos ayudantes a la altura de las circunstancias, no esos frailes pueblerinos que ahora formaban la comunidad de la escuela.
Como suele suceder, tampoco los niños había quedado al margen de esa guerra que venía librándose en la escuela durante los últimos meses. El director había pasado por cada una de las clases para decirles cuánto los quería, qué proyectos tan bonitos estaban haciendo y que todo eso estaba en peligro porque unos hombres sin corazón, que vivían lejos, en Lyon, habían decidido acabar con todo aquello. Pero que él, a pesar de todo, en conciencia, no le quedaba otro remedio que obedecer.
–Bueno señor alcalde, vamos a tratar de tranquilizarnos y ver si… –trató de mediar el viejo cura que hasta entonces había permanecido en silencio.
–Yo no quiero tranquilizarme. Lo que quiero es que este señor coja sus cosas y se vaya por donde ha venido –siguió hablando a gritos el alcalde señalando con el dedo al Hermano Jérôme y mostrándole la puerta de salida.
Los Hermanos que se hacían cargo de las clases de los pequeños habían salido al pasillo y permanecían junto a la puerta de sus clases. La preocupación se reflejaba en sus rostros. Los dos Hermanos que atendían las clases de los mayores habían dejado sus aulas y estaban en el descansillo de la escalera.
–No se preocupe, señor, yo me voy –dijo el Hermano Jérôme–. Pero debe tener presente que si no se aceptan las órdenes del Hermano Policarpo, los Hermanos se tienen que venir conmigo. Y que el Hermano Félix, si decide quedarse, tiene que saber que se coloca fuera de la obediencia religiosa.
–El Hermano Félix se queda –respondió el alcalde mientras el aludido bajaba la cabeza y permanecía en silencio.
Para el alcalde todo estaba saliendo a pedir de boca. Si las cosas terminaban como parecía, iba a eliminar a los frailes de un solo plumazo y a recuperar su escuela para la causa republicana
–No podemos terminar así. Esta es una escuela que lleva 25 años y que ha sido una bendición para este pueblo –intervino el cura, preocupado por el cariz que estaban tomando las cosas.
–¡Abajo el cura, viva el Hermano Félix, abajo el cura, viva el Hermano Félix!, se oyó que cantaban desde el piso de arriba los alumnos mayores. ¡Eso ya era una rebelión en toda regla y desde todos los frentes! Los Hermanos encargados, que seguían en el descansillo de la escalera, desaparecieron a toda velocidad, alarmados, para volver a hacerse cargo de sus clases.
–Está bien, señor alcalde –dijo el Hermano Jérôme abrumado una tormenta que se había gestado durante meses y que él había querido detener con su sola presencia–, los Hermanos nos iremos en cuanto terminen las clases.
El Hermano Félix dejó la congregación y se hizo cargo de la escuela. Tuvo los ayudantes que le habían prometido. El alcalde siguió siéndolo durante tres años más, hasta que terminó su mandato. El Hermano Policarpo cuando recibió los detalles de lo que había pasado en Murat dijo: “El Señor lo ha permitido y no es por culpa nuestra”.
La vida sigue y la providencia tiene su propia inteligencia, muchas veces totalmente alejada de la nuestra.