No temas
2 de julio de 1949.- Otra encrucijada: dejaba mi casa y entraba en el Seminario de Telleri Alde. No, no tenía miedo, sabía con la certeza de un niño de 11 años que era Dios quien me llamaba y me guiaba; a ese Dios le entregué desde aquel día mi “sí” aunque dudaba un poco de mis fuerzas y por si acaso habíamos quedado que este mes de julio sería de prueba.
No, miedo no; conocía mucho a los Hermanos de Sánchez Toca; seguro que los del seminario no serían muy diferentes y me entendería muy bien con ellos. Miedo no, pero una pena inmensa sí, que se traducía en lágrimas; las lágrimas externas, por vergüenza, no duraron mucho; enseguida vinieron algunos seminaristas, -les llamaban juniores; ahora se utiliza bastante la palabra “junior” pero en aquella época se me hacía muy extraño el nombre de juniores-, para acompañarme, enseñarme el dormitorio, mi cama, el lugar donde podía guardar mis cosas, la capilla, el comedor. Las lágrimas internas duraron un poco más especialmente cuando me quedaba solo por la noche en el dormitorio.
Pronto llegó la hora de la comida; estaba muy acostumbrado al comedor y a la comida del Colegio y la primera comida la “encajé” bastante bien; no se me hizo extraña porque seguía siendo la comida corazonista; pero mi estado de ánimo me quitó bastante el apetito. Los compañeros eran amables conmigo y se sucedían las preguntas entre amistosas y curiosas.
Aunque internos en el Seminario, estábamos de vacaciones hasta principios de agosto. Las mañanas las pasábamos en clase aprendiendo cantos o poesías que luego se recitaban con la debida entonación y haciendo gestos; para mí aquello era nuevo y algunos tenían verdadero arte en la interpretación escénica de las largas poesías que se aprendían de memoria. Las clases de música me gustaban más; aprendíamos sobre todo cantos populares que se solían cantar después en los paseos. Recuerdo que la víspera de S. Ignacio nos enseñaron en euskera “Inazio gure patroi…” que al día siguiente cantamos en la capilla a pleno pulmón.
Por las tardes íbamos siempre de paseo a lugares totalmente desconocidos para mí. Entretenido y con amigos que iba haciendo, mis ánimos, mis ganas y mi apetito iban creciendo. Fui conociendo la “vista de Pasajes”, las peñas de Oyarzun, Jaizquíbel, las cuevas de Landarbaso, San Marcos, Pasajes de San Juan, las Peñas de Aya; todo era nuevo para mí y me gustaba. Cada vez me iba entendiendo mejor con mis compañeros y entablando lazos de amistad. Así se pasó el mes de julio.
En agosto cada uno se fue a su casa. Lo mismo que me habitué cuando estaba en el Colegio a pasar mis días de vacaciones con los Hermanos, ahora me ocurrió igual con los que había encontrado en el seminario. Casi todos los días dejaba mi casa y volvía a Rentería; pasaba mis ratos acompañando a los Hermanos, cogiendo fruta de los buenos frutales, sobre todo ciruelos y perales, que por entonces había en la finca de Telleri, me enseñaron a recoger tomates y lechugas, a preparar la tierra de la huerta para volver a plantar, recogía los huevos del gallinero, comía en la “mesa de los Hermanos”; en fin, aunque era un chiquillo me admitieron como uno más.
Cuando se acabaron las vacaciones, a principios de septiembre, mi madre se había convencido que había superado la prueba y las lágrimas de la separación. Ni se le ocurrió preguntarme si quería volver al seminario y comencé el curso: 3º de bachiller. Se me hacía extraño que los domingos por la mañana teníamos el recreo un poco más largo pero cuando íbamos a clase seguíamos estudiando las asignaturas que correspondían como si fuera un día de labor (así se decía entonces). Los jueves por la tarde y los domingos íbamos de paseo uniformados con nuestro traje negro.
Me había habituado sin mayores esfuerzos al régimen y a la disciplina del seminario; además de los estudios teníamos nuestra Eucaristía diaria, un rato de meditación dirigida por la mañana, lectura espiritual por la tarde (más bien eran charlas del Director sobre temas muy diversos), el rezo del Rosario al mediodía. Era más o menos lo que me esperaba cuando en mi cabeza bullía la entrada en un Seminario. Eché en falta el canto de la Salve que todos los sábados cantábamos, reunido el Colegio entero, en el hall de Sánchez Toca. Pero llegó la prueba, voy a llamarla “encrucijada”; mi tranquilidad, mis alegrías y mi vida feliz sufrieron un desconcierto totalmente inesperado.
A principios de diciembre, cuando ya empezaba a soñar con las vacaciones de Navidad y pasar en casa con mi madre y mis hermanos esos días entrañables, recuerdo que comenté en el comedor los días que faltaban para las navidades y para disfrutar unos días de vacaciones en casa. Noté en mis compañeros unas miradas raras y me comentaron que hasta el verano no volvíamos a visitar nuestras casas, ni en navidades ni en semana santa. Me tenía que acostumbrar a cambiar una vida familiar por una vida comunitaria y no era fácil de entender a un niño de 12 años. En mi interior me parecía que ese cambio era muy exigente y demasiado temprano.
Reaccioné bien y encajé el golpe sin que se notara demasiado mi frustración; este punto nadie me lo había explicado. Siempre había visto a los seminaristas diocesanos volver a sus casas cuando llegaban las vacaciones escolares. Procuré seguir con mi vida normal de oración y de estudio; ante lo inesperado, recuerdo algunas lágrimas internas pero le había dado al Corazón de Jesús un “sí” sin condiciones y en esos momentos, aunque un poco triste, se lo volví a decir.
Cuando un día de mis primeras navidades “interno” vino mi madre a visitarme y a traerme algunos regalos propios de esos días que se ponían en común para evitar diferencias, aunque intenté comportarme lo más normal, alegre y cariñoso como siempre, y no comenté nada de mi pena interior, algo debió notar, como buena madre, que al despedirme me comentó: ”si quieres venir a casa no tengas ningún miedo, volverás otra vez al Colegio”. Recuerdo que le contesté con la determinación de un crío de 12 años que había dicho que “sí”, y que no me volvía atrás, que ese “sí” era para siempre.
Sin más contratiempos fue pasando el curso y terminé 3º de bachiller. Éramos los mayores del seminario y el curso siguiente ,4º de bachiller, ya no se cursaba en Rentería sino que debíamos trasladarnos al seminario de Alsasua; como estaba así establecido lo acepté sin más. Tuvimos unas semanas de vacaciones a fines de julio y agosto y el 20 de agosto de 1950 tomamos el tren camino de Alsasua. Pensé que Dios me iba guiando por “sus” caminos para llegar a ser Hermano del Sagrado Corazón.
Luis María García