Mirad a vuestro rey: he aquí el hombre
Juan 19, 9, 16a
El emperador Tiberio quiso premiar mi devoción hacia él nombrándome procurador de Judea. ¡Menudo regalo envenenado! Yo no tenía excesivas dotes de mando y los judíos eran un pueblo muy complicado, con extrañas creencias religiosas. Tuve que jugar entre los halagos a Tiberio; las prevenciones con el Gobernador de Siria que siempre me miró con malos ojos; los equilibrios con el pueblo judío con los que tenía que alternar la firmeza y crueldad con ciertas concesiones para que no se produjeran revueltas, siempre desagradables.
De los diez años en que goberné, del gran número de personas que mandé al suplicio sin demasiados escrúpulos, me acuerdo especialmente de una: un galileo llamado Jesús. Enseguida me di cuenta que aquel hombre era inocente. Pero más que ese convencimiento había algo en él que no puedo definir y que al mismo tiempo me turbaba y me atraía. Ante él perdí todas mis seguridades. Ante mí ni se mostró sumiso, como ante alguien que podía librarle de la muerte, ni altanero. Quizás era la primera vez descubrí la verdadera imagen del hombre y me sentí atraído por ese Dios de quien hablaba con tanta convicción, con tanta confianza y con tanto amor.
Hice lo que puede por librarle, pero el miedo de ser denunciado al Emperador y perder el puesto (precisamente por aquellos que odiaban con todas sus fuerzas al Emperador) me venció. Solamente fui capaz de hacer el gesto ridículo de lavarme las manos, pero no el corazón que quedó muy herido. En aquellos momentos sentí que tanto yo como los jefes religiosos judíos éramos los juzgados y Jesús, el que nos estaba juzgando.
Pienso que perdí la gran oportunidad de mi vida y que aquel Dios, en el que apenas creía, me había ofrecido la salvación por medio de Jesús.
Años después me destituyeron, caí en desgracia del nuevo Emperador que me desterró. La hora de mi muerte está cercana, ¿tendré una segunda oportunidad?