Mi sargento
En aquellas aulas de alumnos y alumnas normalistas había de todo: mamás con varios hijos, varones alcoholizados, chicas seductoras y un policía camuflado. No recuerdo si era cabo,sargento o un simple número del cuartel de la policía pero se había matriculado en el Instituto Pedagógico motivado por su vocación supuestamente magisterial. De buen porte, atlético, flaco y con aire marcial. En los mentideros del claustro profesoral corrían rumores de que su presencia entre el alumnado estaba determinada más por razones de seguridad nacional que por causas meramente académicas.
Como aquella región selvática estaba plagada de guerrilleros, pudiera ser que nuestro atípico estudiante fuera un espía militar encubierto con el objeto de detectar, espiar y detener a jóvenes izquierdistas subversivos. Concedo a mis lectores que mis aburridas y plomizas clases de Filosofía clásica no eran las predilectas de mi sargento, de modo que corregir sus exámenes me deprimía un tanto y a él le desanimaba aún más cosechar un desaprobado tras otro. Por otro lado, acaso lastrado por las obligaciones cuartelarias, no pocas veces llegaba con retraso a la primera hora de la mañana, cuando yo dictaba mis lecciones filosóficas.
En una ocasión, llevado de mi exasperación ante sus reiterados atrasos, le espeté: «Señor oficial, hoy se queda parado ante la puerta del aula, montando guardia por si asoma el enemigo». El obediente soldado, hizo la venia, se puso firmes y cumplió mi orden, mientras sus asombrados compañeros sonreían entre dientes para no irritar al soldado castigado. Mi demorón polizonte acabó el primer año de magisterio, lo cambiaron de cuartel, se fue de la ciudad y siguió sus prácticas guerreras y sus estudios superiores en otra región. No podría asegurar si con el paso del tiempo llegó a coronel o más bien a licenciado en Filosofía.