Marco
Conocí a Marco cuando él estaba en primero de bachillerato. Me tenía aversión. Al principio pensé que su rechazo estaba provocado por la asignatura que me tocaba impartir. Luego me di cuenta de que no, que era brillante en la materia y su manía era más bien de carácter personal.
Sé por propia experiencia que cuando un profesor se ve rechazado por un alumno, a quien primero echa la culpa es al propio alumno y, después, inexorablemente, a sí mismo, como si hubiera adquirido una enfermedad vergonzante que es necesario ocultar. Por eso el tema pasa a ser tabú, un asunto que no se comenta ni con los propios compañeros.
Yo me encontraba atónito ante la situación. Había intentado diversas formas de acercamiento: ponerle mejores notas de las que le correspondían, intentar alguna broma al entrar en clase, preguntarle intencionadamente sobre asuntos de su interés. Todas las iniciativas fueron a parar directamente al cubo de mis fracasos y solo sirvieron para poner más en evidencia mi incompetencia para manejar la situación.
Un día decidí hacer un comentario, que pareciera casual, en la junta de evaluación. “Este chico tiene un problema de relación”, dije como quien no quiere la cosa y la guerra no va con él. El tutor del curso anterior, inteligente e irónico, como siempre, también me respondió en el mismo tono despreocupado, como una pistola con silenciador: “No te preocupes. No le pasa nada. Sólo odia a los curas. Ya se le pasará”.
El curso transcurrió sin ningún avance significativo. Al final, aprobó la asignatura y, gracias a Dios, lo perdí de vista para siempre. Hasta que hace pocos días, un compañero del mismo curso que Marco vino a visitarme al colegio. Estuvimos hablando de los viejos tiempos y revivió anécdotas que yo ni recordaba o que para mí nunca fueron significativas. Al finalizar la visita me dijo: “Te acuerdas de Marco”. “¿Qué Marco?” le dije. Pero él continuó como si no me hubiera escuchado: “No era mal chaval, pero estuvo poniéndote a prueba durante todo el año y creo que pudo contigo. Si lo vieras ahora, no lo reconocerías. Es un amigo leal, honesto, y, esto te va a sorprender, muy religioso”.
No le dije nada, pero decidí no volver a encontrarme con él. Y es que es increíble lo mal que curan ciertas heridas.
Pero, por el contrario, ¿qué vemos hoy? Una juventud incrédula que se monta ya sus propios sistemas, que proclama máximas anticristianas incluso antes de haber estudiado los primeros elementos del cristianismo; una juventud orgullosa y cortante que se erige en doctores [más instruidos] que los Padres de la Iglesia y en reformadores de las prácticas que el propio Jesucristo nos dejó; una juventud impía y blasfema que considera el Evangelio como una fábula, la piedad [como] una superstición, el infierno [como] el espantapájaros de las almas tímidas, la religión [como] un yugo que hay que sacudirse gloriosamente; una juventud insultante y rebelde que trata de simpleza la virtud de una madre que le [recomienda] las prácticas más esenciales del culto, que se cree en una edad en la que se está por encima de toda lección y que es el árbitro independiente de sus destinos eternos, como si existiese una edad en la vida humana en la que el espíritu y el corazón del hombre no tuviesen nunca más necesidad de consejo y pudieran sustraerse a esta docilidad filial. [Andrés Coindre. Manuscrito 65]