LOS NIÑOS DE LAS PRISIONES
Los días siguientes de mi visita a la prisión no podía conciliar el sueño. A los pocos días volví y hablando con algunos funcionarios les convencí para emprender un programa de rehabilitación. Logré también que a los chicos los tuvieran separados de los reclusos más peligrosos y más depravados. Los resultados no se hicieron esperar. Pero, ¿cómo reinsertarlos en la sociedad para que no volvieran de nuevo a delinquir? Si nadie los acogía al salir de la cárcel, todos los esfuerzos realizados resultarían inútiles. Y empecé a llamar a muchas puertas, pero a pesar de las buenas palabras nadie quería comprometerse a educar a unos muchachos que parecían ya marcados de por vida como delincuentes. No encontré ninguna institución civil ni religiosa que los recibiera. Solamente una persona parecía creer en la viabilidad del proyecto, y esa persona era yo. ¡Un predicador metido a educador “redentor de cautivos”! Pues, ¡manos a la obra!, me dije.
Ya tenía recogidos a algunos muchachos de la calle pero ahora habría que buscar un nuevo local. Encontré un edificio de dos pisos. En cuanto lo visité empecé a ver cómo quedaría mi soñada Providencia. En la parte baja pondría los talleres, aulas, comedor; en la parte de arriba, los dormitorios. Y hasta le encontré un nombre “El Piadoso Socorro” (hoy no suena muy bien, pero en mis tiempos ese nombre tenía gancho). Pero claro, el edificio no me lo daban gratis. Le conté el proyecto a mi padre y, después de decirme que estaba loco…, me dijo que podía contar con todo lo que tenía ahorrado. Encontré también a un grupo de buenas personas que estaban dispuestas a ayudar con sus bienes. Y el sueño se fue haciendo realidad.
El centro podía comenzar a funcionar. Pero, ¡mi gozo en un pozo! Los primero educadores que contraté en el “Piadoso Socorro” o bien no acertaban con los chicos o se marchaban, desesperados por el trabajo con unos muchachos nada fáciles. Si las cosas continuaban así me vería obligado a tirar la toalla. Pero yo estaba convencido de que aquello era obra de Dios y que no me dejaría solo. Tenía que haber una solución, sólo había que encontrarla. Yo, que había traspasado las puertas del infierno no se me podían cerrar las puertas del cielo para aquellos muchachos que justo entonces empezaban a tocarlas.