Juan Pablo II escribió en su carta al Hermano Bernard Couvillion con motivo del 175 aniversario de fundación del Instituto que “el Padre Coindre hacía de la escucha y la meditación de la Palabra su constante y más querido estudio”. ¿En qué se basaba esta afirmación? La frase es del Padre Jean-Marie Ballet, compañero del Padre Coindre en numerosas misiones. He aquí el texto.
Urgido por la Palabra santa, por todas partes donde el P. Coindre la proclamó, fue el objeto de las mismas admiraciones; por todas partes sus grandes medios de acción no dejaron de fertilizar los trabajos de su apostolado. Seguramente, la obra de las misiones es una obra del todo divina, y el que lo emprende sólo debe esperar el éxito de la asistencia y las bendiciones de lo alto: verdad de la que siempre estuvo vivamente convencido el Padre Coindre. Pero a estas potentes ayudas, que no le faltaron nunca, supo adjuntar maravillosamente todos los recursos que le proporcionaba las brillantes cualidades de las que Dios le había ricamente proporcionado.
Tenía una habilidad notable como misionero. Antes de empezar el curso de sus instrucciones, estudiaba con sabiduría y examinaba la naturaleza del terreno donde debía extender la semilla divina, así como los medios más eficaces para obtener frutos de salvación en las almas. Su arte estaba en la variedad y en el encadenamiento de sus instrucciones. Dotado de una rica imaginación, inagotable en ideas grandes y nobles, extraídas generalmente en la Sagrada Escritura, de la que hacía, desde su juventud, su más constante y su más querido estudio, encantaba y arrastraba con la autoridad de un apóstol. Para estigmatizar el vicio, encontraba las imágenes más vivas; para defender la verdad lo hacía sin muchos miramientos ni prudencia humana. Predicaba el evangelio como hombre con poder sobre los espíritus y maestro de corazones.
La elocuencia del orador contaba con un carácter enérgico que sacudía todas las potencias del alma. Cuadros sorprendentes, imágenes vivas y atrayentes, animadas pinturas, capaces de impresionar vivamente: he aquí lo que dominaba en sus sermones sobre la muerte, el juicio, el infierno, el pecado, el vicio impuro, el endurecimiento del corazón la impenitencia final. De este modo, después de tales sermones, se veía a los más grandes pecadores, impresionados por su voz fulgurante y por la gracia, arrojarse a sus pies, hacer la humilde confesión de sus faltas y derramar lágrimas del arrepentimiento más sincero.
El Señor Coindre tenía el talento de atraer las almas a Dios, y, si era preciso, sabía “golpear” con fuerza cuando el éxito de una misión le parecía dudoso. Durante varios días, y a algunas horas de la noche, hacía sonar las campanas “a muerto”; a sus tintineos, se debía, en cada casa, caer de rodillas; tanto en los caminos, como en los lugares públicos, se paraban las conversaciones y se rogaba con fervor, para obtener la vuelta de las almas extraviadas.
¿Tenía que desarrollar los gloriosos misterios de la religión; hablar de Jesucristo, de su amor infinito para las almas, de las alegrías y triunfos del cielo? Su lengua tenía entonces yo no sé qué de grande y de sublime, que impresionaba vivamente a la audiencia.
Pero el más bonito de sus sermones era el que tenía por tema la gloria y la felicidad del cielo. El Señor Mercier, uno de sus compañeros de misiones en la diócesis del Puy, decía no haber oído nunca, ni haber leído nada similar. Se pregustaba ya la eterna felicidad cuando al escuchar al Santo misionero comentar estas palabras del apóstol: “¡El ojo del hombre no vio; su oreja no oyó, su corazón nunca intuyó todo lo que Dios ha preparado a los que le aman!” “Sí, -añadía el Señor Mercier-, era encantador, era sublime!” “Era divino, decía un testigo.”
(De las notas del H. Marius Drevet. Testimonio del padre Ballet p.235)
¿Qué lugar ocupa en nuestra vida el estudio y la meditación de la Palabra?