Haber ejercido la docencia durante cuarenta años en tres continentes y en cinco países es para mí «una patente de corso» para escribir sobre algunos-as de los alumnos-as que han tenido la suerte o la desgracia de cobijarse por algún tiempo bajo el mismo techo de mis aulas. Ni son todos los que están, ni mucho menos están todos los que son. Mi único mérito, si de algo puedo vanagloriarme, es haber sabido adaptarme a todo tipo de circunstancias aleatorias: culturas, razas, lenguas, edades, climas, carencias, pandemias, políticas educativas… Y dejo que corra el ratón a su ratonera.
LA CULEBRA
En aquel colegio internado perdido en la frondosidad de « brousse » congoleña – palabra francesa que significa selva virgen – teníamos los animales salvajes al alcance de la mano. Una mañana, al despertar y dirigirme al lavabo para afeitarme, antes de mirarme en el espejo vi que asomaba por la cañería una mediana culebra la cual, más asustada que yo, regresó a su guarida por el mismo conducto. Otra tarde, comprobé cómo habían caído desde el techo hasta mi cajón de flautas unas recién nacidas crías de víbora, atraídas probablemente por los citados instrumentos musicales. Tanto las habitaciones de la misión como las aulas de las clases quedaban tan cerca de la jungla que con la manos podíamos agarrar las ramas, las hojas, las flores y los frutos de los árboles. Con todo, un día aprendí a pronunciar el vocablo serpiente en suajili de manera inesperada y traumática. Me encontraba en mi clase de historia con una veintena de estudiantes, explicándoles en francés no sé qué aventuras de griegos, romanos y cartagineses, lección que mi pupilos escuchaban en medio de sonoros bostezos. De repente, todo el alumnado, cada cual con su zapatilla en la mano, se lanzó sobre mí al grito de NYOKA. En el alfeizar de la ventana situada junto a mi escritorio de profesor se había ubicado un peligroso ofidio que amenazaba con inocularme su letal veneno. Por suerte, al bicho no le interesaban mis divagaciones de historia, puso pies en polvorosa, los alumnos retornaron a sus puestos, volvieron a calzarse sus alpargatas, y yo proseguí mis explicaciones con un nudo en la garganta y más pálido que un fantasma ensabanado. Los fallecimientos por picaduras de víboras eran muy habituales en aquel recóndito lugar selvático allá por años ochenta del siglo pasado. Por ese peligro real, yo había llevado de España y guardaba en mi habitación una de aquellas famosas « piedras negras », que no son otra cosa que huesos calcinados de vacas. Felizmente, nunca tuve necesidad de utilizarla.