Juan, el profeta
Soy un viejo luchador. En 40 años como educador he provocado y padecido todos los conflictos del mundo. Comencé en los años del Concilio y quería introducir en el sistema educativo los vientos nuevos que soplaban en la Iglesia. Nuestros odres viejos ya no podían contener el vino nuevo de los nuevos tiempos. Me convertí en uno de «la oposición», y eso me trajo muchos problemas. Hicieron todos los intentos del mundo para «amaestrarme», por las buenas y por las malas, pero no lograron doblegarme. Y yo no pedía sino una cosa muy sencilla: volver a los orígenes, allí donde habíamos nacido, estar cerca de los más necesitados, ser una voz que gritara la justicia en un mundo injusto. Olvidarse de aquello de que un profesor corazonista «puede hacer un bachiller de un pedazo de carne»; no vivir solamente para los resultados académicos o los triunfos deportivos, para estar más atentos a tratar a nuestros alumnos como personas, formarles para la causa de la justicia, de la paz… Sabía que los que me rodeaban eran buenas personas, que estaban llenos de buena voluntad, pero a mí me parecía que estaban dormidos. ¡Había que despertarlos, aunque les doliera, aunque me doliera!
Pasé de un colegio a otro y por todas partes, dicen, creé problemas. Pero pienso que también sembré inquietudes y dejé algún que otro discípulo.
He vuelto a mi primer colegio y me he encontrado con un grupo de alumnos que con un hermano, un profesor seglar y dos antiguos alumnos comparten sus inquietudes humanas y cristianas. Me he puesto en contacto con ellos, para contagiarles mi fuego. Al principio me parecieron un poco blandos, pero me he dado cuenta de que es a ellos a los que pertenece el presente, y el futuro; que mi tiempo ha pasado y que conviene que yo tome distancias para que obren con más libertad. Ha sido difícil dar este paso, pero me siento contento: es preciso que ellos crezcan y que yo disminuya.