FIDELIDAD
La Providencia de Lyon funcionaba, las escuelas se multiplicaban, el número de Hermanos aumentaba. Alguno puede imaginar que todo en mi vida era de “color de rosas”. Pues no, mis “rosas” tenían muchas espinas. Una vez llegué a decir que había sufrido todo lo que se podía sufrir en el mundo. No me gusta hablar mucho de este tema pero pienso que es necesario si quiero abriros completamente mi corazón.
De niño experimenté los efectos de la guerra que había destruido mi ciudad, el tener que vivir la fe en la clandestinidad debido a la persecución religiosa. Después de ser ordenado sacerdote y ser destinado a mi ciudad natal de Lyon mi corazón sangraba cada vez que veía a los niños abandonados por las calles, cuando visitaba las prisiones, cuando los niños estaban carentes de una educación adecuada.
Las dificultades fueron múltiples cuando quise encontrar Hogares y Centros educativos para esa infancia y juventud pobre y sin esperanza. Por incomprensiones con las autoridades eclesiásticas tuve que dejar primero Lyon y después Monistrol. Una vez me vi envuelto en un proceso judicial acusado de secuestro de una joven a la que había ayudado repetidamente. Muy a menudo recibía quejas de que los Hermanos no eran todo lo “perfectos” que se esperaba de ellos.
Me dirán que soy un quejica. Pues, no. Todo eso lo viví siendo fiel a mi lema “coraje y confianza”. Y les puedo asegurar que nunca, nunca, perdí la esperanza. Y ahora quisiera contarles cuándo experimenté con más fuerza la esperanza. Fue la noche de mi muerte.
A principios de 1826, y para no entrar en conflicto con mi obispo, me trasladé a Blois en donde fui nombrado rector del Seminario. El trabajo se me acumulaba, me tenía que preparar las clases de asignaturas ya olvidadas, no podía olvidar a mis Congregaciones que necesitaban mi apoyo. Era como para volverse loco. Y desgraciadamente eso es lo que pasó. En la primera quincena de mayo tuve unos virulentos ataques de fiebre, acompañados de pesadillas que me hacían perder por completo la cabeza. Me mandaron una semana a descansar al campo y parece que volví recuperado. No obstante la recaída fue todavía peor. Los accesos de fiebre que oscurecían por completo mi mente y me llevaban a la desesperación volvieron con más fuerza que nunca. Me tenían continuamente vigilado. El 30 de mayo, un poco antes de la medianoche tuve un momento de lucidez. Fui consciente de que ese momento iba a ser pasajero -como un último regalo de Dios- y que pronto volvería la fiebre y, con ella, las pesadillas y posiblemente la muerte. Pero al ser consciente de que lo había perdido todo, lo que se dice todo, supe que mi único apoyo estaba en ese Señor que se me ocultaba y que, al mismo tiempo, era mi único punto de apoyo y mi única salida. Con las pocas fuerzas que me quedaban susurré: Dios mío, en tus manos encomiendo mi Espíritu. En aquel momento experimenté lo que era la verdadera esperanza. A continuación fui consciente de que la fiebre volvía y que mi razón se iba de nuevo oscureciendo. Pocos instantes después el delirio volvió, mi vigilante estaba dormido, me levanté de la cama me dirigí hacia la ventana y caí al vació. Fue por aquella ventana por la que la locura me arrebató la vida; fue por otra ventana, la de la esperanza, por la que el Señor me condujo hasta la Vida.
A los 39 años había tenido una muerte vergonzosa a los ojos del mundo, loco y arrojándome por una ventana, pero una muerte gloriosa ante los ojos de Dios, pues moría con “locura de amor”. Esta es mi herencia para todos ustedes: la locura de amor y toda la esperanza del mundo. ¿Aceptan ser mis herederos?