Es difícil que puedas comprender lo que te voy a contar si no has disfrutado de los placeres en la corte del rey. La magnificencia de nuestro señor se extiende no solo a las estancias reales, sino también a los aposentos de sus humildes servidores. Los maestros de la guerra, como nos llaman, tenemos reservado un lugar de privilegio en el palacio. Clodio, el jinete, conserva en sus pergaminos lo mejor de la tradición ecuestre de nuestro imperio. Publio conoce las tretas más inverosímiles e intrincadas de los gladiadores. Marcio sabe fabricar las mejores máquinas para la guerra. Yo, Quinto, el arquero soy capaz de poner la afilada flecha en el ojo de una moneda situada a cien pies de distancia.
Mi oficio no es sencillo. Requiere una constante práctica. Por eso soy fiel y no descuido ni un solo día mis ejercicios. Mis ayudantes tampoco. Saben que son los depositarios de una técnica que hay que extender por todo el imperio.
He visto a muchos arqueros que tenían enormes cualidades pero que han caído en la hamartía* recurrente, en errar el blanco de forma constante. Habitualmente son jóvenes que han creído descubrir otros mundos menos monótonos y más luminosos. Pero también están los viejos que presumen de que ya lo saben todo y se consideran infalibles. Dejan de entrenar, desobedecen el mandato de nuestro rey. Poco a poco se van alejando de la práctica diaria hasta que, avergonzados, abandonan el palacio y nunca más vuelven.
*Hamartía. En griego “errar el blanco”. En el nuevo testamento se usa esta palabra para referirse al pecado.