MAESTRO AL FIN
Cuando Hippolyte descendió del carruaje, el primer rostro que vio fue el de la hermosa Victoire. El cochero se había encaramado a la diligencia para alcanzar la maleta del viajero. Cuando el joven recogió el equipaje de manos del hombre curtido, se volvió para saludar a su amiga.
–Hola Hippolyte –dijo mientras él se acercaba jovial –. Pasaba por aquí y al ver el coche he esperado para saber cómo te ha ido.
–Bien –respondió el muchacho–. Me han dado el título. Ha sido más fácil de lo que yo pensaba.
El carruaje lo había dejado en la entrada de La Motte, justo en el cruce de caminos que lleva a la aldea de Les Héritières, donde ambos vivían. Había escasamente dos kilómetros de distancia. La tarde estaba perfecta para pasear. Ya había comenzado el otoño, pero la temperatura era agradable y el paisaje venía adornado de todos los colores.
La muchacha tenía 20 años, uno menos que Hippolyte. Era delgada y esbelta. Llevaba una falda azul que llegaba hasta los tobillos. Los cabellos rubios enmarcaban un rostro muy hermoso, con las mejillas algo arreboladas propias de una muchacha campesina. Se desenvolvía con naturalidad, sin melindres, con una gracilidad en las maneras que la hacían muy atractiva.
Hippolyte la tomó del brazo despreocupadamente y comenzaron a caminar juntos por el ancho camino vecinal. Dieron unos pasos en silencio, no muchos.
–Y ahora qué –dijo ella–. Supongo que seguirás adelante con el proyecto de abrir la escuela.
–En cuanto sea posible. En unas semanas recibiré la autorización escrita. El cura Tribhaud me ha prometido que me va a alquilar la sala que está al lado de la parroquia. Allí están las mesas de la antigua escuela y , aunque algunas están rotas, mi padre me ha dicho que me va a ayudar para dejar una sala impecable Espero que podamos abrir antes de fin de año.
El muchacho hablaba apresuradamente y con entusiasmo. Al principio de la semana se había examinado para obtener el diploma de maestro de primera enseñanza. Tres profesores de la Universidad de Grenoble le habían sometido a una batería de preguntas sobre lectura, escritura y cálculo. Había tenido que hacer algunas demostraciones prácticas sobre diversos temas. Al final, el presidente del tribunal, un tal Trémisot, le había felicitado por su preparación y le había dicho que con sus conocimientos no le sería difícil obtener también el título de segundo grado.
El camino había descendido de manera rápida hasta el puente que cruzaba el pequeño río de la Séveraissette. El sonido del agua transparente, que corría bajo el arco de piedra, traía a la imaginación de la muchacha los recuerdos de los veranos pasados en las montañas vecinas, cauce arriba, cuando en compañía de otros amigos pasaban las tardes interminables del verano junto a los rebaños. Recordaba las nubes que se desplazaban delante de sus ojos en las desocupadas siestas vespertinas, sintiendo que aquel tiempo tan maravilloso también se les iba. Los perros pastores descansaban adormilados junto a ellos, aprovechando que el rebaño se reunía en pequeños grupos bajo los árboles. En una esquina de aquel prado entre montañas surgían los restos de unas calizas duras que habían resistido a la fuerza del viento y el hielo. Allí estaba la imagen de la Virgen que Hippolyte había labrado pacientemente con una pequeña navaja que siempre llevaba encima. El día que la colocó en el hueco de la roca le había dicho a Victoire: “¡Mira qué guapa está nuestra madre! ¡Qué no le falten flores ni un solo día!”.
El sonido tumultuoso del agua trajo de nuevo a la realidad a la joven. Una vez que cruzaron el puente, el camino volvía a tomar una suave pendiente que ascendía entre los prados pardos del otoño. Hippolyte dejó un momento el brazo de la muchacha y se inclinó a la vera del camino para tomar unas cuantas flores violetas, de hojas estrechas y puntiagudas, que allí florecían. Hizo un ramillete anudándolo con un tallo y se lo ofreció a la chica.
–Sin ti no lo habría conseguido, Victoire. Siempre me has animado a progresar, a seguir adelante, a perseguir mis sueños.
–No digas bobadas –dijo ella mientras tomaba con delicadeza las flores–. Desde niños todos nos hemos dado cuenta de que lo tuyo era ser maestro. O sea que lo de hoy no es más que el cumplimiento del destino inevitable. Los niños del pueblo te adoran y estoy segura de que tu escuela va a tener un éxito inmediato.
–Ya me gustaría. Quisiera que todos los niños pudieran aprender enseguida todo lo que tengo que enseñarles. Pero lo que más me gustaría es que aprendieran a amar a Dios y a poner toda la pasión de sus vidas en manos de nuestra madre, la Virgen.
–Al que le vas a dejar sin trabajo es al señor Tribhaud –dijo ella riendo–. Pareces un cura cuando hablas.
–Ya sabes que es una idea que siempre me ha rondado por la cabeza. De hecho no he ido al seminario porque no tengo dinero para pagármelo y tampoco conozco a nadie que me lo preste
–Hombre, hay otras formas de ser un buen cristiano. Puedes buscar una chica que te guste y, ahora que vas a tener un oficio, también puedes tener un hogar –dijo ella sin dejar asomar ninguna emoción en su hermoso rostro.
–Si eso fuera así –dijo él con franca sonrisa– hace tiempo que le habría hecho saber a mi amiga Victoire que me muero por sus huesos, que me despierto por la noche pensando en ella, que la primera vez que la vi, cuando tenía cuatro años, ya supe que iba a ser la mujer de mi vida.
–Idiota –dijo ella soltándole un manotazo– mientras él se alejaba corriendo camino de la casa de sus padres.
Lo vio marcharse, mientras se volvía de trecho en trecho, sonriendo, para hacerle algún gesto burlón. Ella también sonreía como dando por sentado de que su amigo no tenía remedio. Hace tiempo que estaba convencida de que Hippolyte estaba hecho sólo para Dios.