Eneko
Hace algunos años, un joven profesor dirigía una sesión de oratorio en el colegio de San Sebastián. Eran los últimos días de curso, hacía calor y los niños estaban inquietos: no había forma de lograr la disposición necesaria para conseguir un poco de silencio. Así que el joven profesor decidió interrumpir la sesión y cambiar de táctica: les pidió a los niños que pensaran en una frase que resumiera cómo tenían que comportarse para estar en el oratorio.
El efecto fue inmediato: los niños se quedaron callados y pensativos en sus asientos. El simple hecho de hacerles meditar sobre su comportamiento había vuelto las aguas a su cauce y el profesor ya se había hecho con la clase. Ahora tocaba el turno para que cada uno fuera diciendo en voz alta lo que había pensado.
–Tenemos que entrar en silencio, sentarnos en nuestro sitio y colocar las manos sobre las rodillas –dijo Gorka, el más formal de la clase.
–Yo creo que Jesús nos esta esperando para que hablemos con él, y no lo podemos hacer si hablamos con nuestro compañeros –pronunció en un susurro David, el intelectual del grupo.
El profesor estaba esperando la intervención de Eneko. Era un niño muy inquieto, de buen corazón, pero imposible de cualquier iniciativa de autocontrol. Cuando le llegó el turno dijo en un tono que parecía algo desafiante:
–Da igual lo que yo haga. Yo sé que Jesús está siempre ahí.
El profesor no supo cómo reaccionar en ese momento. Dudó entre echarle la bronca por el descaro o felicitarle por la clase de teología que le estaba dando. Así que no dijo nada y pasó al siguiente.
Cuando me lo contó al cabo de unos días, pensé que Eneko, a pesar de su corta edad, era un corazonista de verdad, un fiel seguidor del Padre Coindre: vamos, venimos, damos clase, cuidamos de la huerta, atendemos a un enfermo, nos vamos al cine, discutimos con otro; pero Dios siempre está ahí.
En noviembre de 1821, dos meses después de la fundación, los Hermanos de las dos primeras comunidades, la de Lyon y la de Valbenoîte, estaban muy preocupados por hacer prosperar el Instituto: aumentar el número de establecimientos, religiosos y alumnos. El Padre Coindre escribe, sin embargo, al Hermano Borgia:
«En cuanto a nuestros Hermanos, manténgalos en una total dependencia de Dios y de su santa voluntad, en todos sus trabajos y en todas sus adversidades. […] Que piensen que Dios empleó seis días en crear el mundo y desembrollar el caos; que se necesita cierto tiempo para que una comunidad naciente pueda asentarse sobre las bases que le convienen, y que sólo con una gran paciencia y una gran entereza se pueden salvar todos los obstáculos”.
Podríamos apelar a cientos de testimonios escritos del Padre Coindre para constatar lo que ya es una evidencia en su propia vida: “Da igual lo que yo haga; Jesús siempre está ahí”.