En la montaña
Hace unos días, el Hermano Gerardo Sáez de Dallo me hizo llegar una foto del recuerdo fúnebre que los amigos del Hermano Faustino Martínez de Contrasta, que en paz descanse, colocaron en la cima del monte San Donato poco tiempo después de su muerte. En la placa central se puede leer en euskara:
Irria ezpainetan
distira begietan
naturan indarra eta adorea
guretzat lagun ezin hobea
oroimena betiko gure bihotzetan.
Que en una traducción libre e inexacta podría quedar de este modo:
La sonrisa en los labios,
el brillo en sus ojos,
fuerza y valor en la naturaleza,
para nuestro mejor amigo
el recuerdo perpetuo en nuestros corazones.
El retorno a la memoria del Hermano Faustino, del que el próximo mes de agosto celebraremos el undécimo aniversario de su muerte , trae consigo el recuerdo de otros muchos corazonistas que también tienen una relación especial con la montaña. Para algunos Hermanos el monte sigue siendo lugar de oración, centro de esparcimiento, gimnasio natural, mesa de la amistad, coach ubérrimo y gratuito.
La semana pasada, el Hermano Luis Mari describía, en este mismo medio, el nacimiento de los campamentos de montaña para lo seminaristas de Alsasua. No cabe duda de que esta iniciativa fue fundamental para construir el itinerario vital de muchos de los que pasamos por Alsasua a mediados de los 70. Pero ahora quiero referirme a una etapa anterior. Mi primer contacto con un paisaje ajeno al de mi pueblo fueron los paseos semanales en el seminario de Rentería. Creo recordar que estaban programados para los miércoles y los domingos por la tarde.
Para un niño de 11 años recién llegado de un pueblo de la ribera del Ebro, los “paseos” constituían un prodigio natural que siempre terminaba en lugares bellísimos, junto al mar o en medio de unas montañas espectaculares. Pasé después muchos años sin volver a recorrer los mismos caminos, pero nunca olvidé los nombres: Puntas (en Pasajes de San Juan), Minas (que hoy se llaman las minas de Arditurri, en Oiartzun), cuevas de Landarbarso (entre Astigarraga y Rentería), Lezo (hasta la ermita del Cristo, oración y vuelta), Jaizkibel (pasando por la térmica de Pasajes).
Los paseos pertenecían, como hemos dicho, a la categoría de actividades semanales y, como suele suceder con los niños, las rutinas terminan matando la belleza, así que al cabo de un tiempo las maravillas ya no llamaban la atención porque entraban dentro del paisaje cotidiano.
Había una categoría superior a la de los paseos semanales. Eran las “excursiones” para todo el día. Y la preferida de todos era la marcha al santuario de Guadalupe, en Fuenterrabía. Caminata por la mañana bajo los pinares y selvas de eucaliptos. Visita al santuario y playa por la tarde en aquel arenal inmenso, hoy reducido a menos de la mitad debido a la construcción del puerto deportivo.
Nunca olvidaré mi primera visita a la Virgen de Guadalupe. La entrada en el santuario oscuro, todavía deslumbrado por la luminosidad de todo el paseo, el traquear de mis pasos en el suelo de listones de madera, y al acercarme a la hornacina de la virgen, allí colgando del techo, un barco dedicado a la virgen marinera, quizás rescatado de algún naufragio como el de los Capitanes intrépidos que leía a hurtadillas en los ratos robados a las clases del seminario.