El niño que no sabía rezar
Esta historia nos la contó un día el Hermano Patxi Maturana en alguna de esas intervenciones magistrales que hemos tenido la suerte de presenciar.
Pues resulta que en un iglesia de las favelas de Río de Janeiro todo estaba preparado para celebrar la misa del gallo el día de Navidad.
El joven sacerdote, recién llegado a la parroquia, había preparado la liturgia con especial atención. Nada podía salir mal. El coro estaba listo, los lectores había sido previamente instruidos y las caras de los monaguillos se veían limpias y relucientes por primera vez en mucho tiempo.
La feligresía estaba compuesta principalmente por mujeres mayores que vestían de forma sencilla. Había algunos hombres, pocos, que acompañaban a sus esposas. También muchos niños, algunos sentados en el suelo, otros apoyados en los bancos en las posturas más inverosímiles. Venían a la iglesia atraídos por las luces y la música, totalmente ajenos a la intención de la celebración religiosa.
El sacerdote salió de la sacristía, precedido por sus monaguillos, y avanzó por el pasillo central hasta llegar al altar. Besó ceremoniosamente el paño que cubría el frío mármol, miró complacido la iglesia casi llena y se echó mano a la frente para comenzar la celebración con el signo de la cruz.
Una voz desde el fondo le obligó a detenerse. Parecía una voz infantil, pero las primeras filas abigarradas impedían identificar al autor. Todos miraban hacia el fondo de la iglesia.
–A, B, C, D, E… –recitaba, pausando claramente entre un letra y la siguiente.
Ahora el sacerdote ya podía ver al muchachito. Estaba sentado en el banco del fondo, muy formal y como abstraído en no olvidar ninguna de las letras. La gente había comenzado a mirar alternativamente al niño y al sacerdote, esperando una reacción que terminara aquella situación ridícula. El chico estaba a punto de comenzar su segundo alfabeto.
–Cállate –dijo el joven párroco, que ya había perdido la paciencia–. ¿No te han enseñado que a la iglesia se viene a rezar y a guardar el debido respeto? ¿Dónde están tus padres?
El niño enmudeció, un poco acobardado. Su rostro mostraba que las palabras del cura lo había sacado del mundo donde le había llevado su imaginación . Se pasó la mano por la cara, contribuyendo a extender un poco más las manchas sucias que tenía en la rostro.
–No tengo padres. Soy un chico de la calle –dijo el muchacho con determinación–. Como hoy es Navidad y no sé rezar he pensado hacerle un regalo al niño Jesús. Le he traído todas las letras del abecedario para que él escoja las que quiera y forme la frase más bonita del mundo.
En la iglesia reinó una especie de silencio sobrenatural. Hasta los niños se quedaron inmóviles en los bancos.
–Hermanos, antes de comenzar esta celebración, –al fin arrancó el cura– llevemos al niño Jesús lo mejor de nuestro corazón para que Él lo transforme en el regalo más bonito del mundo: A, B, C, D, E…