El mote
En mi larga vida profesoral, mis numerosos estudiantes me han colgado incontables motes, unos más originales que otros, algunos graciosos, otros hirientes y no pocos vacíos de agudeza y substancia. A mis veinticuatro años, estrenando título universitario, me tocó enseñar una lengua muerta a adolescentes muy vivos y pocos adictos a los idiomas clásicos. Verdad es que en aquellos años ochenta del pasado siglo la materia de latín llevaba camino de desaparecer del pensum educativo, como así sucedió.
Mientras intentaba inculcar a aquellos resabiados muchachos las declinaciones, las desinencias verbales y el ablativo absoluto, noté que en cuadernos, paredes y pupitres aparecían cruces gamadas primero y más adelante estrellas de David. No sabía si tenía enfrente a un grupo de neonazis o a una pandilla de sionistas entusiastas. Al cabo de algún tiempo, mosqueado por las repetición machacona de aquelos símbolos, investigué y descubrí que los injuriantes colegiales me habían puesto el apodo de « judío ». Llevando más adelante mi investigación, un chivato me sopló que el sobrenombre me había caído encima por mi tacañería a la hora de poner las calificaciones.
Ciertamente, cuando repartía los exámenes corregidos y evaluados, más de uno venía a reclamarme que su prueba merecía mayor puntuación, aunque yo hacía oídos de mercader y no le sumaba ni una décima más. Aparte de esa confesada motivación del insulto, tengo la sospecha de que el alias me caía de perlas a causa de mi apéndice nasal un tanto exagerado, rasgo facial tan propio de los descendientes israelitas.
Convencido como estoy de que ni aquellos escolares apreciaban mis clases ni yo aprobaba su malicioso cotilleo, condeno al limbo del olvido aquellas horas muertas de latinajos dedicadas a Cicerón y Virgilio, ambos escritores clásicos merecedores de un respeto que mis alumnos me negaron a mí.