El hijo perdido
Lucas 15, 11-24
La casa se me venía encima. Todo me parecía un atentado a mi personalidad y a mi libertad. Por otra parte estaba mi hermano mayor: el perfecto, el estudioso, el santo.
Fui donde mi padre con toda mi artillería preparada para reclamarle mis derechos. Esperaba la guerra… Me escucho con toda atención y me dijo: “Está bien hijo mío. Toma todo lo me has pedido y un poco más, ya sabes, por los imprevistos. Que seas muy feliz.” Me quedé completamente desarmado, pero me fui igualmente. Tenía que vivir mi vida.
Al principio, es decir mientras tuve dinero para comprar falsas amistades, todo fue bien. Pero, a medida que mis recursos iban disminuyendo, los “amigos” se fueron marchando. Me quedé sin nada. Llamé a las puertas de aquellos con los que había gastado mis bienes, pero ninguno quiso abrirme. Fue terrible: sin empleo, sin dinero, sin casa, sin amigos, sin dignidad… Entonces me vino a la memoria mi padre. Durante el tiempo de la abundancia no había tenido ni el menor de los recuerdos. ¿Podría llamar a su puerta de nuevo, la única puerta que me quedaba? Ciertamente no podría reclamar la condición de hijo, pero al menos una cama, un empleo…
Estaba cerca de casa e iba dándole vueltas a cómo podría hacer la “confesión de mis culpas”, cuando de pronto vi que mi padre corría hacia mí. Temí lo peor y estuve por darme media vuelta y salir corriendo. Pero me quedé allí plantado, esperando. Llegó donde mí, quise comenzar mi discurso que llevaba preparado pero no me dejó ni siquiera decir la segunda frase. Completamente conmovido, me abrazaba y besaba, lloraba y reía al mismo tiempo. ¡Qué bien me supieron aquellos besos y sobre todo aquel “hijo mío”! Ni una palabra de reproche, ni una sola pregunta.
Empezó la fiesta. Por cierto mi hermano no estaba. Quizás tendría mucho trabajo…