El Hermano Ramiro
En el colegio acababa de ser nombrado un joven director. A pesar de su juventud, había acumulado una formación extraordinaria: dos títulos universitarios, un master en educación y otro en una prestigiosa escuela de negocios internacional. También había asistido en repetidas ocasiones a los cursos de formación en el carisma corazonista y era consciente de que la educación en un colegio cristiano responde a una misión sublime encargada desde las más altas instancias.
Los primeros meses se dedicó, casi por entero, a formar un equipo directivo que respondiera a las elevadas expectativas que se había hecho para el colegio. Era preciso que la seriedad y la eficiencia fueran la norma común de las relaciones entres padres, alumnos y profesores. Y, cómo no, la confianza, eje de distribución de los valores presentes en las aulas.
Pero como suele suceder en la mayoría de los casos, los proyectos educativos tienden a chocar con la tozuda realidad, y los jóvenes directivos de los colegios aprenden que su trabajo tiene dos partes bien diferenciadas: una que se puede hacer con la corbata puesta y otra en la que, quieras o no, hay que mancharse las manos.
Así pues, nuestro joven director, un día, atendiendo los ruegos insistentes de la AMPA, accedió a celebrar un festival vespertino para recaudar fondos para un asunto solidario. El acontecimiento tuvo un éxito extraordinario. El colegio, en una de esas tardes cálidas de octubre, se llenó de padres gozosos de compartir el ocio con sus hijos, con los amigos de sus hijos y con los padres de los amigos de sus hijos. La recaudación fue tan elevada que el proyecto solidario quedó afianzado no para un año, sino para dos.
El problema fue que el “sarao” terminó a las tantas, dejó el patio lleno de restos de la fiesta, y era preciso que al día siguiente todo estuviera en perfecto estado de revista, porque había partidos y no se podía recibir a los equipos invitados con las papeleras llenas. Así que de mutuo acuerdo con la AMPA, el joven director se comprometió a estar a las siete de la mañana, escoba en mano, para acompañar a los voluntariosos padres.
Y allí estaban todos a las siete en punto, con las bajas correspondientes a los que habían sucumbido a los efluvios del alcohol y la amistad del día anterior. Pero –¡oh sorpresa!– el patio se presentaba tan inmaculado como cuando su madre lo trajo al mundo, ni un papel, ni una colilla, ni una triste botella vacía y arrugada.
Hasta ese día, el joven director no se había dado cuenta de que el Hermano Ramiro –un Hermano de la comunidad religiosa ya jubilado– era el primero en aparecer diariamente por el patio para recoger papeles, borrar pequeñas pintadas, arreglar los alcorques de los árboles y dejar todo listo antes de que apareciera el primer profesor, ese madrugador que tenemos en todos los colegios.
A partir de ese día, el joven director fue dándose cuenta de que el Hermano Ramiro –en otros tiempos un hombre importante en los colegios– había decidido hacerse presente en el colegio a través de los servicios más humildes, sin hacer ruido, sin que nadie se lo pidiera, como escribía el Padre Coindre a los Hermanos en los primeros tiempos del Instituto:
“Que el Hermano piense que trabaja para servir a los pobres y por consiguiente para servir a Jesucristo en ellos. Tiene el empleo de Marta, que lo desempeñe con alegría y júbilo para agradar a nuestro Señor”.
“Dios ama a los sencillos, a los humildes, a los sacrificados, y espero que usted sea siempre de éstos con la ayuda de su gracia. Ánimo y confianza, éste es mi lema”.