El herido del camino
Lucas 10, 30b-35
Regresaba de Jerusalén después de haber hecho mi peregrinación, como buen cumplidor de ley, y caí en mano de unos bandoleros. Me robaron todo, me dejaron como muerto. No tenía fuerzas ni de hablar y poco a poco me iba desangrando. Mi única esperanza era que alguien me viera y me prestara ayuda, si no en pocas horas moriría. Recé al Señor y parecía que mi oración había sido rápidamente escuchada porque vi acercarse un sacerdote. Pero, oh desilusión, hizo como si no me hubiera visto y dando un rodeo siguió su camino. ¡Estos sacerdotes tienen que preocuparse de tantas normas litúrgicas para acercarse puros a hacer el sacrificio! Al poco tiempo fue un levita el que iba por el camino. De lejos me preguntó que qué me pasaba. No pude responderle, lo más que salió de mi boca fue un gemido. Me comenzó a explicar que no tenía tiempo que perder, pero que en el templo rezaría por mí. ¡Muchas gracias! Llegó un tercero, ¡un samaritano! Estaba seguro que pasaría de largo, bastante sería que no rematara. Qué podía esperar de él, todo menos lo que realmente ocurrió. Se detuvo, se acercó y con un inmenso cariño me hizo una primera cura, mientras me decía con delicadas palabras que no me preocupara, que él se iba a encargar de todo. Y yo que consideraba a todos los samaritanos mala gente, herejes y maleducados… Me montó en su cabalgadura y me condujo hasta la posada donde me dejó a gastos pagados.
En mi convalecencia me acordé de unas palabras que escuché una vez a un tal Jesús, un galileo que iba predicando ideas un poco revolucionarias: “Misericordia quiero y no sacrificios…” Entonces no entendí nada, pero ahora creo que tenía razón.