El fuego calienta, no quema
La Circular del Reverendo Hermano empieza con una frase de Jesús que la he oído muchas veces, la he escuchado menos veces, la he pensado “de corrido”, de pasada, y tengo que meditarla en profundidad.
La consecuencia es lógica y comprometedora, creo que es la esencia de mi vocación (no sé si ahora se llama “carisma”) pero yo me entiendo. Tiene que haber calor, fuego, en mi vida, en mi corazón, para que pueda prender alrededor. Si la chimenea del salón tiene muchos troncos dispuestos para arder pero no salta la chispa, no comienza la llama, la habitación está fría.
El P. Coindre ponía ardor, entusiasmo, fogosidad, empuje, en sus predicaciones, en sus escritos, en su trato, reflejo del “fuego” del amor al Corazón de Jesús que llevaba en su corazón. Su obsesión primordial era la “salvación” humana, también cristiana, de los niños, adolescentes, que convivían en las cárceles con otros presos adultos; si no los separaba de alguna manera se viciarían más, se perderían irremediablemente.
También su mirada, inflamada en ese fuego de su amor, veía niños y adolescentes abandonados, sin familia que se ocupara de ellos, que vagaban por las calles y que no habían tenido ocasión todavía de visitar la cárcel.
Ese fuego, ese amor, tiene que prender en otras vidas; los recoge en el Pieux Secours y encuentra personas que se encargan de enseñarles un oficio, librarles de la ignorancia y darles una educación. Para conseguir la continuidad a su “sueño” necesita que esas personas vayan llenando su vida, su corazón, de amor a Dios y a esos jóvenes que de por sí vivían vidas muy difíciles y complicadas.
No se conservan todas las predicaciones ni todas las charlas que daba, junto con otros sacerdotes, en las Misiones; pero es muy posible que además de hablar del amor de Dios insistiría en los mandamientos, en las obligaciones del cristiano, en el pecado, en el castigo, en el infierno. Sin embargo a los Hermanos que se encargan ya de una manera estable de esos jóvenes difíciles les habla de la compasión, de mirarles con “buenos ojos”, de cercanía, de proximidad, de acompañamiento; casi no les nombra los castigos, les insiste que no son malos, que han vivido en situaciones equivocadas, hay que darles amor, confianza.
Aunque no vivía con ellos se interesaba de tal manera que cuando los visitaba les llamaba por sus nombres. En mi vida de estudiante en nuestras casas de formación tuve un profesor, un Hermano, que durante todo un año no nos llamó nunca por nuestro nombre; comentábamos entre nosotros: “es que no nos quiere”.
Repasando mi vida he podido comprobar que alguna brasa encendida existía desde pequeño en mi corazón; encendida y mantenida sin duda por la educación familiar y por los años vividos desde niño con los Hermanos. Recuerdo que estando en 3er grado con 9 años, (ahora correspondería a 4º de Primaria), en el colegio de Sánchez Toca, dije que quería entrar en el Seminario; el Hermano que estaba con nosotros me preguntó por qué; le contesté sin titubear: “para salvar almas”. No sé qué entendería a esa edad por “salvar almas”; supongo que quería llevar por el camino del bien a otros, compañeros, amigos…
Y después de mis años de formación llegó mi vida apostólica, mi salida a los Colegios. La tarea principal era “dar clase” a los niños, a los jóvenes, que nos encomendaban. En mi interior mantenía lo de “salvar almas” pero más me preocupaba de mantener mi vocación, mi entrega a Dios, mi perseverancia y “mi salvación”. ¿Llevaba yo encendido el “fuego” del amor de Dios en mi vida, en mi corazón?. Seguro que sí, pero la idea de encender el fuego del amor a Dios en el corazón de los niños estaba muy difuminada; les enseñaba a leer, a escribir sin faltas de ortografía, las operaciones aritméticas…, también el catecismo, los buenos modales, los mandamientos, el pecado, la asistencia a la Misa dominical, la preparación para la confesión… Me entregaba a ellos y les quería porque estaba seguro que a través del amor humano se puede encender en otras vidas el fuego del amor al Corazón de Jesús.
Hace unos años había en el Colegio donde ejercía mi apostolado un adolescente difícil, díscolo, rebelde, desobediente, mal encarado, con una familia desestructurada; a pesar de eso, no sé muy bien por qué, cuando le tuve de tutor me entendía bastante bien con él. El chico no estaba feliz en el Colegio y creo que tampoco en su vida; había “conseguido” que se le expulsara sin terminar el año. Coincidió que el mismo día que dejaba el Colegio se celebraba el sacramento del perdón; se me presenta y me dice que se quería desahogar; me dijo que en el Colegio nunca le habían querido y fue soltando todo lo que tenía dentro contra unos y contra otros. Con todo el tacto posible le hice ver que no toda la culpa era del Colegio, de los profesores, que él tenía también mucha culpa de su expulsión. Para que su salida fuera un poco más suave y no llevara dentro tanto rencor le comenté que nos habíamos entendido bien, que le apreciaba, que a pesar de todo siempre le había querido; y entonces me contestó: Hermano, yo también le quiero.
En mis muchos años de trato con alumnos he procurado por encima de todo atenderles, escucharles y quererles; creo que es una manera de contagiarles, de “encenderles”, el fuego que con más o menos intensidad llevo encendido en mi vida. Con el tiempo he ido cambiando la idea que tenía y que trasmitía del Corazón de Jesús, de Dios: es un Dios bueno sí pero exigente, duro, justiciero, que nos pedirá cuentas de todo lo que hacemos. Desde hace unos años les quiero trasmitir la idea de un Dios amor, (“Dios es amor”: así empieza nuestra Regla de vida), todo perdón, todo misericordia.
Hace poco vino un antiguo alumno a charlar un rato; le veía intranquilo. Le iba bien el trabajo, la familia, los amigos pero no estaba contento con su vida; me dijo que algún día vendría a confesarse, que aún no estaba preparado, que pensaba a menudo en el infierno, que tenía miedo a los “castigos” de Dios. Intenté darle ánimos, quitar importancia a los puntos oscuros que había en su vida, le hablé de un Dios bueno, un Dios amor, misericordia; le pregunté si se acordaba de la parábola de la “oveja perdida”. Me llamó la atención cómo en ese momento se le iluminaron los ojos, me dijo que sí y en su cara se reflejó la alegría.