El maestro preguntó a los niños de primero de primaria cómo era Dios. En una algarabía de respuestas le dijeron que Dios era bueno, que nos quería mucho, que siempre nos daba casi todo lo que le pedíamos. Las opiniones se sucedieron sin cesar reflejando la imagen positiva y omnipotente que tienen de Dios los niños de seis años. No cabe duda de que los niños, cuando hablan con espontaneidad, son capaces de transmitir las imágenes más exactas de Dios.
Al día siguiente el maestro dijo que les iba a contar la historia de un hombre que tenía una fábrica en la que trabajaban más de cien personas a las que el dueño, ese hombre, maltrataba e insultaba con regularidad. También les pagaba un salario mísero, de tal manera que las familias de los trabajadores vivían en la pobreza. Las fechorías de ese empresario no terminaban ahí porque cuando llegaba a su casa transformaba la vida de su familia en un infierno: despreciaba a su mujer y pegaba sus hijos. La vida cotidiana en la casa era como una dictadura violenta en manos de un hombre malvado.
Pero un día este señor tuvo una accidente de tráfico en el que resultó gravemente herido. En la ambulancia que le llevaba la hospital, todavía con un poco de consciencia, le pidió a Dios que le salvara la vida.
En este momento, el profesor detuvo la narración y les preguntó a los niños si creían que Dios iba a salvar a aquel hombre. Enseguida comenzaron a levantar las manos para intervenir en orden, tal y como el profesor les había ordenado. Un niño dijo que Dios no le iba a salvar la vida porque era un hombre muy malo. Otro dijo que tampoco, que era mejor que aquel hombre muriera y así la gente no seguiría sufriendo. El niño más caritativo dijo que Dios le iba a salvar la vida, sí, pero que después lo mandaría a la cárcel para que se hiciera bueno.
Y la moraleja de esta historia es la siguiente: ¿Cuál es la imagen que yo tengo de Dios?