El chiquillo que tenía cinco panes y dos peces
Marcos 6, 34-44
Soy lo que llaman un “niño de la calle”, profesión “ambulante”. Voy vendiendo lo que puedo para poder sobrevivir. Ese día no tenía mucho: unos paces y unos pececillos. Vi mucha gente que seguía a un hombre que, según pude enterarme, se llamaba Jesús. Entre tanta gente alguien compraría mi mercancía.
En un momento determinado Jesús se puso a hablar. Empecé a escucharle al mismo tiempo con curiosidad y con escepticismo. No he ido a la escuela y no entiendo los discursos de la gente y los sermones todavía menos. Pero no sabéis lo feliz que me sentí cuando me di cuenta de que le entendía. Hablaba de Dios y de la gente, de los pájaros y del trigo, de los pobres y los niños. No sé cuánto tiempo habló pero me parecieron segundos. Comenzaba a oscurecer. Nadie se movía. Tanto mejor. Había llegado el momento de vender. El escuchar seguro que les había abierto el apetito.
De pronto alguien se me acercó y me dijo que Jesús me llamaba. Me sentí importante. Cuando llegué donde él me dijo: “¿Puedes ayudarme a dar de comer a toda esta gente?” “¿Cómo, Señor?” – le respondí. “¿Me das tus panes y tus peces?” No sabía lo que iba a ocurrir, pero me fíe de él. Tomó mis panes y peces dio las gracias a alguien al que llamaba “Papá” y empezó a hacer pedazos. Luego me dijo. “Vamos a repartirlos”. No me preguntéis lo que pasó después, pero lo cierto es que todos comieron. y todo el mundo decía que estaban riquísimos. Que sabían a cariño.
Al terminar me dio las gracias y cuando ya me marchaba escuché que decía al grupo de sus amigos: “Si no os hacéis como este chiquillo no podréis entrar en el Reino de Dios”. Me sentí la persona más feliz y más importante del mundo.