EL ADOLESCENTE PAPÁ
A mis treinta años, de raza europea blanca y de robusta salud, tenía mi esperanza de vida cifrada en doblar ese dígito lo cual, gracias a Dios, puedo asegurar a mis sesenta y cinco años cumplidos. Mis alumnos quinceañeros congoleños de aquel entonces también confiaban en doblar su edad, aunque sospechaban que difícilmente lograrían rebasar las tres o cuatro décadas de existencia. Bakimani, con trece floridas primaveras, era el más jovencito dentro aquel salón escolar, mientras que las edades de sus compañeros oscilaban entre los catorce y los veinte años. Yo era su profesor en materias tan variadas como historia, pedagogía, dibujo, educación física y religión católica. Eso sí, todas las asignaturas se impartían en la lengua francesa, idioma que yo hablaba penosamente y ellos entendían limitadamente. Ocurrió durante una de las lecciones de educación religiosa cuando, haciendo referencia a la necesidad de una paternidad responsable en las familias, las miradas y los dedos señalaron a B., mientras los camaradas me informaban entre carcajadas de que el niño en cuestión ya era flamante papá. No quise indagar sobre la edad de la mamá, seguramente menor que el padre de la criatura. Cuestionado mi joven estudiante acerca de sus prisas por engendrar descendencia me respondió : « Mire usted, yo he de morirme antes de los cuarenta años, así es que debo madrugar en la etapa de la reproducción ». Alguna señora que había parido diez vástagos aseveraba : « Tres de mis hijos ya fallecieron, dos más morirán pronto y me quedarán otros cinco que me cuiden en la vejez o me entierren si muero antes ». Tengo sospechas bien fundadas de que el 75% de aquellos colegiales africanos de hace treinta y cinco años han pasado ya a mejor vida, expresión nunca mejor usada, ya que la existencia que llevaban resultaba miserable y deprimente. Ojalá que Bakimani, el escolar más joven de aquella aula, esté todavía vivito y coleando, con opción a que pueda leer estas breves líneas.