Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios
Juan 1,29-36
Después de mi estancia en el “desierto” me trasladé junto al Jordán. Tenía que comunicar lo que ahí había experimentado. Veía un pueblo oprimido por los romanos, explotado por los poderes económicos, manipulado por los sacerdotes; un pueblo sin esperanza. Y Dios ¿dónde estaba? Sentía que Dios tenía, quería, hacer algo nuevo. Y allí en el Jordán se lo anunciaba a los otros, les predicaba la conversión, les bautizaba como signo de lo que se estaba preparando.
Un día vino gente de Galilea. Uno del grupo de Nazaret me dejó profundamente impresionado. Escuchaba con tal atención que parecía que se tragaba mis palabras. En su mirada vi toda la esperanza que Reino que tanto estaba soñando. Poco tiempo después se acercó a bautizarse junto con otros. No pasó nada de particular pero el sol lucía con más fuerza y el cielo estaba de un azul intenso. Después del bautismo colectivo quise acercarme para hablar un poco con él, pero no lo encontré. Lo busqué y lo encontré en un lugar apartado, en oración. Mirándole comprendí lo que era rezar, ¡yo que había enseñado a mis discípulos a orar! Aquel rostro ya nunca lo he olvidado. Los únicos testigos el cielo azul… y una paloma que se posó sobre él.
Aquel fue un momento decisivo para mi vida. Me di cuenta de que mi tiempo estaba terminando, que me tocaba “decrecer”. Experimenté una profunda alegría. ¡El tiempo de Dios estaba llegando!, quizás de manera muy diferente a como yo lo había imaginado: la fuerza de Dios se parecía más a la fragilidad del cordero que a la fuerza del león.