Don Germán
–Me acuerdo mucho del Hermano “tal” que era un profesor muy inteligente, conocía su materia mejor que nadie, pero era algo cínico. También me marco el profesor Don “cual”: me transmitió su pasión por la Historia y mi carrera profesional ha estado determinada por sus clases. Pero el mejor profesor que tuve en el colegio fue , de lejos, Don Germán.
Así me decía un antiguo alumno que vino a la última celebración de las bodas de oro de la promoción. Acababa de jubilarse y hablaba del colegio con verdadero afecto. En este tipo de acontecimientos, siempre encuentras de estos, que nos siguen queriendo después de muchos años, otros que vienen por compromiso con sus antiguos compañeros y otros que, simplemente, no vienen. Pero lo que se repite, año tras año, es que alguno de los antiguos alumnos, o varios, terminan su evaluación de aquellos profesores con idéntica frase: “El mejor profesor del colegio era Don Germán”.
Tuve la suerte de conocer y trabajar con Don Germán. Fue uno de los primeros profesores seglares que entraron en nuestros colegios, en los tiempos heroicos, cuando los laicos eran un “mal menor” al que se recurría cuando no había un religioso para ocupar el puesto.
Era un hombre sencillo, natural de un pueblo de Navarra del que siempre hablaba con nostalgia. Recordaba una infancia campesina, estrecha y feliz, los estudios en los frailes y una muchacha que felizmente se le cruzó en el camino. Conservaba el aire fresco, la cercanía, la honradez y la valentía que había aprendido desde niño.
Siempre dio clases en los últimos cursos de la primaria. No fue nunca de discursos grandilocuentes ni de nuevas teorías pedagógicas. Era más bien hombre de tablero y tiza, filas en silencio y paseos pausados en el patio con la manos a la espalda. Hablaba a sus alumnos con moderación y, hasta en los momentos más graves, nunca perdía esa sonrisa que parecía querer quitar hierro a los dramas infantiles.
Estoy seguro que para muchos de sus compañeros del claustro de profesores fue un desconocido, porque nunca llamaba la atención. Sólo después de muchos años en el colegio terminabas por darte cuenta que Don Germán era un profesor excepcional que educaba a los niños con su palabra reposada y amable, pero , sobre todo, con su forma de ser. Dio mucho más al colegio que lo que el colegio le dio a él. En los niños quedaba un poso para toda la vida dibujado a fuerza de amor, constancia y humildad. A los alumnos se les puede deslumbrar, pero los hombres tienden a recordar, no los resplandores del rayo, sino las tardes sosegadas y placenteras en la seguridad del amor del hogar paterno:
¿Son jóvenes? Precisamente por eso, todo lo que oyen se imprime fácilmente en su espíritu y deja en él profundas huellas que casi ya no se pueden borrar. Semejante a recipientes nuevos, que conservan mucho tiempo el olor del primer licor depositado en ellos, el espíritu de la juventud lleva durante toda la vida la impronta de las primeras consignas que se le repitieron; éstas sólo se desarrollan y fortifican si echan, con el tiempo, profundas raíces, pasando pronto de la memoria y del espíritu al corazón; y, de ahí, imprimiéndose en sus hábitos mediante la práctica y la costumbre, llegan a ser para él una segunda naturaleza casi imposible de cambiar. (Andrés Coindre [Manuscrito 56] ).