Discípulo amado
Juan 13, 21-26. 33-35
Mi primer encuentro con Jesús fue cuando Juan, nuestro maestro, nos señaló a Jesús como el Cordero de Dios. Aquel encuentro cambió la orientación de mi vida. En el tiempo que pasé junto a Él fui testigo de la humanidad cercana de un Jesús que se cansaba de caminar y tenía sed, que lloraba la muerte del amigo al que amaba, que se angustió ante la proximidad de su pasión. En mi relación con Jesús, al escuchar sus palabras, fui aprendiendo en qué consiste hacerse discípulo.
Pero fue aquella noche, cenando con Él, antes de su muerte, cuando llegué a experimentar, con una intensidad única, en qué consistía saberse querido; por eso mi nuevo nombre desde aquel momento fue el de “el Discípulo amado”. Jesús, mediante el gesto de lavarnos los pies, nos había explicado en qué consistía ser discípulos: ponerse a los pies de los otros, como un criado, para lavar con cariño los pies cansados y doloridos del camino. Después nos comenzó a hablar: de amor, de entrega … y de traición. Yo estaba sentado a su lado. Mi cabeza junto a su pecho. Podía oír claramente los latidos de su corazón que golpeaba con fuerza. Os puedo decir una cosa: ¡allí lo aprendí todo! Aquel corazón sencillo y humilde yo lo sentía tan cercano que mi propio corazón se revistió de esos mismos sentimientos. Cuando más tarde escribí en mis cartas aquello de “Dios es Amor”, allí lo experimenté.
Cuando al día siguiente vi que agua y sangre brotaba de su costado abierto por la lanza, no descubrí solamente unas gotitas sino todo el manantial del amor misericordioso de Dios, y creí. Os cuento todas estas cosas para que vosotros también creáis en el Amor. ¡Haced la experiencia de llegar a ser “discípulos amados”!