Cuesta arriba
En mis cuatro años de estancia en la Casa-Noviciado me fui familiarizando con lugares nuevos, algunos auténticas bellezas naturales que no conocía: el “castañar” lo teníamos a un paso y era uno de nuestras salidas muy agradables en las tardes de verano; a través de las vías del tren llegábamos a la carretera, a veces dirección Madrid, otras dirección Pamplona, dirección San Sebastián; no había peligro porque apenas pasaban vehículos; así se me iba quedando la imagen de Ciordia, Urdiain, Olazagutía con su fábrica de cemento, Araya, Salvatierra, Huarte Araquil… La sierra de Urbasa no tenía secretos con el correr de los años, San Miguel de Aralar, Aitzgorri, Echegárate, Cegama…
Las etapas de formación de entonces eran de tres años en Alsasua: un año antes del noviciado que se llamaba postulantado – (este nombre no me extrañó porque significaba que durante ese año se “postulaba”, se pedía, la entrada en el noviciado)- ; el segundo año era el noviciado; y el tercero, después del noviciado se le conocía con el nombre de “escolasticado” – (seguía sin comprender muy bien lo que significaba ese nombre)-. Al no tener la edad mínima exigida, 15 años cumplidos, para entrar al Noviciado, tuve que estar dos años de postulante; el primer año cursé 4º de bachiller con mis compañeros que había tenido en Rentería; el 5º de bachiller lo cursé con los escolásticos. Me llevaban dos /tres años de edad pero ni tuve ningún trato de favor ni fui un juguete de nadie porque siempre me trataron con respeto.
Desde mi entrada en Rentería había sido feliz; con mis dificultades sí, pero las superaba con la ilusión y el convencimiento de seguir adelante por el camino que Dios me iba marcando; además seguía con mi idea de que yo había elegido a Dios y por tanto su camino. Cuando llegó la siguiente etapa, el cambio a Alsasua, ya nos avisaron que no volveríamos a nuestra casa en seis años; era el cambio definitivo de la familia natural por la familia religiosa; con 13 años recién cumplidos pensé que mi vida se iba complicando y aunque controlaba bien mi compañerismo y no exteriorizaba mis penas, recuerdo que internamente no me satisfacía del todo esa nueva forma de vida, sencillamente no era lo que me esperaba; mantenía mi amistad con Jesús y mis charlas con Él en mi intimidad y en el Sagrario pero con mis dudas, sin conseguir confiar en alguien, no era muy feliz.
Aunque convivíamos tres cursos con edades comprometidas y muy diferentes desde los 13/14 años hasta los 17/18 años todos teníamos el mismo reglamento, el mismo horario, la misma disciplina que era extremada empezando por levantarnos a las seis de la mañana verano o invierno, fiestas o días de labor, nevara o hiciera buen tiempo. Los sacrificios obligados, y a menudo voluntarios dado nuestro fervor recién estrenado, eran constantes: silencio casi siempre en las comidas mientras se leían lecturas “ejemplares”, algún recreo en silencio, un día de retiro mensual los primeros viernes, comidas de pie o de rodillas, acusación de faltas en público, paseos repasando asignaturas, que luego tenías que rendir cuentas a la vuelta del paseo, para evitar conversaciones mundanas y preservar nuestra vocación.
Vivía en este mundo el final de mi niñez y principio de mi adolescencia pero transcurría como en una burbuja aislado totalmente de lo que no fuera mi estudio, mis oraciones, alguna carta de casa previamente abierta y censurada si había lugar, mis compañeros; me llamaba la atención que los profesores apenas se juntaban con nosotros porque no querían o porque lo tenían prohibido para no interferir en nuestra formación. No eran así los Hermanos que había conocido hasta entonces y no me imaginaba que yo pudiera ser así cuando un día llegara a ser Hermano y tuviera unos niños a mi cargo. No, no viví muy feliz durante estos primeros años de mi formación en Alsasua, pero aceptaba esa vida tan dura, sin comprenderla del todo, como una exigencia más que Dios ponía en mi camino; tenía que ser así y no había que darle muchas vueltas ni pensar demasiado.
Llegó el día de mi toma de hábito después de un retiro en absoluto silencio durante ocho días completos; era el comienzo del noviciado y el principio de mi vida religiosa. Tenía ilusión pero entonces veía en mi camino las cruces de Cristo y las aceptaba de bastante buena gana sin vislumbrar para nada la alegría de la gloria, la fiesta de la amistad con Jesús, la elección del amor del Corazón de Jesús; esos escalones eran demasiado altos para mí. Consideraba que la vida religiosa desde la adolescencia era sacrificio, era cruz, y valía la pena esperando que algún día llegara la gloria, el “ciento por uno”.
Había que cambiar de nombre; era una manera más de romper con el mundo y hacía meses que esperando ese día cada uno tenía su nombre nuevo pensado; muchos añadían María al suyo propio, yo no podía porque al llamarme Luis María ya estaba elegido por otro y tuve que elegir Juan Luis. Desde entonces, siendo todavía casi un crío de 15 años, hasta la consiguiente apertura fruto del Concilio Vaticano II, me llamaron, y fui con todas las consecuencias, Hermano Juan Luis.
Transcurrió el año del Noviciado con el mismo régimen disciplinar al que estaba acostumbrado, con mayor seriedad porque se suspendían los estudios profanos y con mayor fervor externo e interno sincero, no tenía que fingir nada y con Dios me entendía bien. Llevaba como todos los demás mi libreta de notas espirituales en la que apuntaba mis propósitos, mis promesas, mis ilusiones. Recuerdo que nos recomendaban eligiéramos un lema para el año de Noviciado y a ser posible para nuestra vida, para llegar a la santidad que por entonces debía ser mi meta; elegí un lema en latín.
Se comenzaba a estudiar latín en 1º de bachiller y entonces me defendía un poco; lo mantuve escrito durante muchos años y después se quedó escrito en la memoria: “nolo quia volo, volo quia nolo” – “no quiero porque quiero, quiero porque no quiero”; este lema supone unas dosis muy altas de fuerza de voluntad y una clara intención de buscar siempre el bien a costa de mis caprichos, a costa de mi “yo” (entonces no se decía el “ego”). En varias ocasiones, a lo largo de los años he tenido que echar mano de este lema.
No creo que sea un latín académico pero explicaba en pocas palabras lo que tenía en mi mente y resumía la espiritualidad de entonces y los consejos de los directores espirituales: “agere contra”, “matar el cuerpo para salvar el alma”, buscar siempre el camino estrecho y si está lleno de piedras, mejor. Era una espiritualidad de disciplina, de esfuerzo, de vida dura, de sacrificio, de mortificaciones, de buscar las cruces…, siempre unidos a la cruz de Cristo, siempre camino del Calvario. Me había quedado dadas las circunstancias de nuestra formación y del ambiente de la época en el “viernes santo”.
Siguiendo esos mismos criterios y modos de pensar me estaba preparando para elegir de una manera formal el camino de la vida religiosa sabiendo que era yo el que “elegía” a Dios, era yo el que “elegía” el camino. Así se pasó el año del noviciado y el 15 de agosto de 1953, con un indulto especial pues me faltaban ocho días para cumplir los 16 años, hice con toda mi lucidez y resolución mi primera profesión, mis primeros votos para un año aunque siempre pensé que no había vuelta atrás, que eran para siempre. Tardé varios años caer en la cuenta y meditar las palabras del evangelio: “no me habéis elegido vosotros a Mí sino que Yo os elegí a vosotros” (Juan 15, 16).
H. Luis María García