Compasión
El poeta ruso recordaba que siendo niño su madre lo había llevado a la plaza Roja de Moscú para ver el desfile de los soldados que el ejército rojo había hecho prisioneros durante la campaña de 1944. La plaza estaba llena de gente. Muchas mujeres y niños, que habían perdido a sus padres, maridos y hermanos en la guerra ,habían acudido a presenciar el triste desfile de los odiosos alemanes. El ambiente era tenso, como una tormenta de odio a punto de estallar contra los enemigos.
Primero desfilaron los oficiales, ordenados por graduación descendente. En general altivos, llenos de condecoraciones en forma de cruz, la mirada dirigida hacia el infinito, fanáticos irredentos de una guerra que, aunque y habían perdido, seguía cobrando su salario de muerte. Después comenzaron a desfilar los soldados. Parecía una columna salida del purgatorio: uniformes convertidos en harapos, heridas sangrantes cubiertas de vendas mal acondicionadas, miembros amputados, las miradas clavadas en el suelo en un gesto implícito de clemencia y perdón.
Una mujer que presenciaba el desfile logró superar la barrera de soldados alineados al borde de la acera. Se acercó a un soldado enemigo en introdujo un trozo de pan en el bolsillo de la guerrera. Él, sin detenerse, la miró con los ojos vidriosos. Otra mujer avanzó y ofreció un pañuelo blanco a un soldado que llevaba una herida abierta en la cara. Algunas otras tuvieron gestos semejantes.
El odio se fue diluyendo como si corriera hacia las alcantarillas. Los espectadores se retiraron en silencio, sin ganas de seguir contemplando aquel espectáculo cruel. Todo esto sucedió gracias al gesto de una mujer que se atrevió a olvidar que aquel soldado era alemán para convertirlo en el prójimo sufriente, en una persona.