¿Acaso eres también discípulo suyo?
Juan 18, 25-27
Desde que Jesús me llamó tuve la seguridad que mi vida estaba ya para siempre junto a Él. Me convertí en el portavoz del grupo de sus seguidores: en los momentos gloriosos y en los momentos de crisis. Cuando el grupo quedó reducido a su mínima expresión después de su catequesis en la sinagoga de Cafarnaún, y ante aquella terrible pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos? Mi corazón se estremeció y salieron aquellas palabras: ¿A dónde vamos a ir sin ti…? También tuve que soportar algunas “broncas” de parte de Jesús como aquella vez que me llamó, ni más ni menos, que Satanás (es decir tentador).
Pero lo de aquella noche fue algo que jamás olvidaré. Jesús había sido hecho prisionero. Estaban dispuestos a eliminarlo lo antes posible. Yo, que poco antes había dicho que estaba dispuesto a dar la vida por Él le seguía de lejos para ver los acontecimientos. Y fue en aquel patio, al calor de las llamas pero con el corazón helado, cundo no una, sino tres veces, negué haberlo conocido.
Entones cantó el gallo, Jesús pasó cerca de mí y me miró. No podéis ni imaginar lo que supuso esa mirada en mi vida. Al principio sentí toda la desesperación del mundo por esa triple negación a Aquél que había sido todo para mí en mi vida, pero al mismo tiempo sentí como un fuego ardiente que me quemaba y me purificaba. En aquel momento descubrí a Jesús, descubrí a un Dios “infinitamente pequeño en su fragilidad” e “infinito en su misericordia y su perdón”, descubrí mi propia realidad humana. Y con el corazón traspasado por el dolor de la traición empecé a vislumbrar los caminos por los que el Señor me invitaba a caminar. Fue como una segunda vocación: mi pecado me había conducido hasta el Corazón de Dios.