EPISODIOS NOVELADOS DE LA VIDA DEL HERMANO POLICARPO (9)
¡A LA CÁRCEL!
Había salido muy de mañana. Los más de 30 kilómetros que separan Bort de Condat, y que el superior general tenía que hacer a pie, transcurrían por un paisaje idílico en la región de Cantal. Las pequeñas colinas verdes se sucedían una tras otra, separadas por ríos transparentes y umbrosos. De vez en cuando, un minúsculo lago o un remanso pacífico al sol dibujaban el escenario de una leyenda de ninfas.
El Hermano Policarpo estaba contento. La pequeña escuela de Bort estaba funcionando muy bien y los tres jóvenes Hermanos que formaban la comunidad tenían como principal ocupación la de ser unos buenos religiosos. A pesar de la insistencia de estos Hermanos, nuestro superior no había querido tomar la diligencia que lo habría acercado hasta Condat. Había decidido tomarse una jornada de ejercicio, asueto y meditación, aprovechando la belleza de la mano de Dios en ese entorno natural.
Así que aquella calurosa y espléndida mañana del mes de junio de 1852, después de recorridos casi 20 kilómetros, el Hermano Policarpo decidió que aquel espacio de sol y sombra en un verde prado junto a un río de sonidos cantarines era el lugar idóneo para tomarse un refrigerio. No demasiado lejos alcanzaban a verse los tejados de la pequeña aldea de Trémouille.
Después de sentarse en una roca situada al borde del arroyo, había abierto el equipaje, un bolsón de tela marrón, y extraído parsimoniosamente un paño de tela blanco que, extendido sobre la hierba, hacía las funciones de un sinuoso mantel. Un trozo de queso de país, regalo de los Hermanos de Bort, y un pedazo de pan constituían el improvisado y apresurado banquete. Un vaso de metal, que siempre le acompañaba en los viajes, le permitía alcanzar con comodidad el agua de las fuentes y manantiales.
Acababa de meter el filo de la navaja en la cuña de queso cuando un ruido a su espalda le sobresaltó. Un hombre grueso y de movimientos desgarbados corría hacía él mientras gritaba improperios y agitaba los brazos de forma amenazante.
–¿Qué haces aquí, bribón? Salvoconducto. No tienes, verdad. Date preso –dijo de seguido sin que el Hermano Policarpo, que seguía sentado en la piedra, tuviera tiempo de articular palabra.
–Perdóneme Señor –acertó a decir por fin el atónito religioso– ; yo soy…
–El Papa de Roma –interrumpió el hombre grueso desde su posición de superioridad–. Aquí ya conocemos todas las excusas que ponen los delincuentes como tú. ¿Qué llevas en esa bolsa?
–Mi ropa y los objetos con los que viajo. Sólo soy un pobre religioso que va a visitar a sus Hermanos en la escuela de Condat.
–Hombre, que no andaba yo descaminado y este pillo se quiere hacer pasar por un alma caritativa cuando a lo que viene es a desplumar a algún pobre vecino. El mes pasado apareció un peregrino, más o menos como tú, que dejó sin blanca a la viuda Martin. Acompáñame al pueblo que te voy a poner en la silla gestatoria… pero camino de la cárcel.
–Pero…
–Ni pero ni pera. Levántate y camina delante de mí, y sin hacer tonterías, si no quieres terminar en manos de los gendarmes, que no tienen tanta paciencia como yo.
El Hermano Policarpo recogió el paño que todavía estaba en el suelo y lo metió en la bolsa. Lo mismo hizo con el pan y el queso. Cargó la bolsa al hombro y comenzó a caminar a través de prado, hasta llegar al camino que conducía a Trémouille. Intentó iniciar algún tipo de conversación con el guarda que seguía sus pasos, pero las respuestas violentas y airadas, le hicieron desistir. Comenzó una oración que los vericuetos de la fantasía condujeron a una acción de gracias a Dios por la imprevisibilidad de los acontecimientos que nos suceden en la vida y que no son más que otra forma en la que el Señor nos muestra su providencia.
Cuando llegaron al pueblo, el guarda llevó a su prisionero directamente a un calabozo que solo se habilitaba en circunstancias tan particulares que solo se había utilizado dos veces en los últimos 40 años. Por eso estaba lleno de aperos de labranza y haces de leña colocados sobre un mugriento catre.
–Voy a buscar al alcalde, para ver qué hacemos contigo.
–Muy bien señor. Le agradeceré mucho que mande también aviso a los Hermanos de la escuela de Condat para que estén tranquilos y no se preocupen por mi ausencia.
El guarda cerró la puerta del calabozo y se alejó rascándose la oreja. Comenzaba a tener la extraña sensación, en él no demasiado extraña, de que había vuelto a meter la pata.